XXV PREGÓN DE LA VENDIMIA. EDUARDO MENDICUTTI. 2011
Más de diez
novelas llevaba ya publicadas el sanluqueño Eduardo Mendicutti, Sanlúcar de
Barrameda, 1948, cuando vino a pregonar a Mollina. Y bastantes premios: El palomo cojo ya fue finalista del
Premio Nacional de Narrativa. El Café Gijón, La sonrisa vertical –finalista-,
Premio Andalucía de la Crítica y tantos otros. El primero fue el Premio Sésamo
por Tatuaje. Pero como eso era en
1973 y el régimen no aceptaba una novela que tratara sobre homosexualidad, se
quedó –y aún está- inédita. Dos de sus novelas -El palomo cojo y Los novios
búlgaros- han sido llevadas al cine, pero ya en época constitucional.
Además de su
labor como narrador, Mendicutti aparece en numerosos medios de comunicación,
siempre defendiendo la libertad y la dignidad de todas las personas.
El pintor
malagueño Andrés Mérida fue el encargado de realizar el cartel de ese año.
Éste es el
pregón de Eduardo Mendicutti:
Muchas gracias a los responsables de esta
invitación que se me ha hecho para iniciar la celebración, en Mollina, de la
vendimia de este año. Es un privilegio que seguro que recordaré siempre, por
ser yo también hijo de tierras vinateras –el marco de Jerez– y reconocer con
especial emoción, cómo se reconocen nuestros orígenes más hondos, la fuerza
vital y la saciedad de los sentidos que resplandece en las vendimias.
Cualquiera que, en los últimos días, en
vísperas del arranque de la recolección de la uva, haya transitado por estas
vecindades de la planicie antequerana, habrá podido disfrutar de la
transformación del paisaje y de la luz, entre la sazón y la melancolía, que
desemboca en el júbilo atareado de las faenas que llevan a cabo los
vendimiadores, y que puede enmarcarse, a pesar de las veleidades climáticas de
los últimos tiempos, entre los polos de inicio y cierre de estas dos canciones
de labor:
Viñedos.
La plenitud de agosto
En los racimos prietos.
Vendimia.
El sueño de septiembre
En las cepas vacías.
Entre el fuego ubérrimo de agosto y la
ensoñación que anuncia el oro reposado del otoño, se produce este milagro de la
gestación, el crecimiento, la recogida y la entrega de la uva, para iniciarse
después, en un largo proceso entre adormilado y fervoroso, la hermosa biografía
del vino.
El cultivo del vino, en sentido literal y
cultural, es cosa de mucha sabiduría agraria y de muy especial sensibilidad,
paciencia y perseverancia. Todo en el cultivo del vino es un ejercicio
combinado de precisión, finura, templanza e inspiración: el cuidado de las
viñas sometidas a los vaivenes incorregibles de la climatología; las
vicisitudes de la recolección, que hacen de cada vendimia un asombroso proceso
novelesco de contenido lírico y social; la exactitud y el mimo con que deben
atenderse la fermentación, el trasiego y la custodia del mosto y de los caldos;
el majestuoso sosiego de las bodegas, el animoso y experto murmullo del
embotellado, la técnica y la inteligencia de la comercialización y la
publicidad… Todo ello exige un continuo y refinado equilibrio, y de ahí que,
por ejemplo, un buen catálogo de vinos se parezca tanto, si uno se fija bien, a
un exuberante programa de música clásica o a una suntuosa muestra de la mejor
arquitectura de siempre.
Y esa hermosa biografía del vino a la que aludía
antes, que arranca en la viña y sale a conocer mundo como un fértil mensaje en
una botella, se prolonga en nosotros. Porque elegimos un vino como elegimos un
amigo, después de conocerlo y congeniar con él, y desde entonces será un
invitado seguro y cómplice en nuestras citas de amor, nuestras reuniones
familiares, nuestras comidas de trabajo. De ahí que un buen despacho o una
buena tienda de buenos vinos no tenga nada que ver con un museo riguroso o un
severo teatro de ópera, sino con una habitación especial de la casa de cada uno
de nosotros, en la que se recomienda y agradece la tertulia, el intercambio de
experiencias y descubrimientos, y cualquier buen consejo que permita reconocer
y acordar, como Humphrey Bogart y Claude Rains en Casablanca, pero contando con
la infalible mediación de un buen vino, el principio de una hermosa amistad.
Todos los pueblos tienen en su Historia, en
sus tradiciones, en su cultura, y en sus vicisitudes cotidianas un vigoroso y
vibrante compromiso con el vino, compromiso que resplandece de un modo especial
en los países meridionales, en los que la vendimia es siempre una fiesta y el
vino convoca a hombres y mujeres a la alegría común. De ahí que el vino sea un
motivo recurrente en aquellas expresiones artísticas en las que los individuos
vuelcan la emoción personal, el testimonio realista o simbólico, la expresión
de una manera de ser, de vivir y de sentir.
La pintura, la música, la literatura, el
cine, la arquitectura han encontrado en el vino un motivo constante de inspiración
hasta mostrar, en su reflejo de lo que somos, cumbres luminosas, profundidades
estremecedoras, diagnósticos certeros de la dicha y el conflicto de vivir. La
prodigiosa sensualidad de un cuadro como El triunfo de Baco, de Velázquez; el
contagioso entusiasmo del celebérrimo brindis de la ópera La Traviata; las
delicadezas líricas de los poemas persas y de Al-Andalus, las atinadas
sutilezas del Anacreonte, la inspiración poderosa de Neruda y la exquisita
sabiduría indagadora de Jorge Luis Borges; el dramático diagnóstico de la
desdicha que Billy Wilder hizo en Días de vino y rosas y Blake Edwards, en Días
sin huellas; La hermosa parábola narrativa del destino, el extravío y la
pérdida en La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth; el esplendor y el recogimiento
sagrados, catedralicios, que se combinan en las viejas bodegas de arquitectura
clásica y que con tanta audacia han sido capaces de interpretar y exaltar
arquitectos como Eiffel y, en la rigurosa vanguardia contemporánea, Frank
Ghery, Calatrava o Moneo… En todo eso el vino se hace cultura viva y memorable,
huella indeleble en la inteligencia y el corazón del ser humano.
Por eso, un lugar como Mollina, donde nos
esperan los mejores vinos, es un lugar en el que encontramos un afectuoso y
cálido cronista de nuestra propia vida.
Una lectura atenta de los orígenes y el
presente de Mollina nos lleva a pensar en el alumbramiento de un extraordinario
ser vivo y palpitante, llamado a disfrutar y compartir, en su siempre renovada
juventud y su siempre esmerada madurez, algunos de los mayores privilegios que
puede conquistar un pueblo: rescatar y proteger su memoria arqueológica como
una prueba de linaje cuya nobleza cabal está arraigada en el esfuerzo, la
solidaridad, la valentía, la honradez y el compromiso de una prosperidad común;
conservar, como en un álbum familiar lleno de vidas y emociones, la memoria de
todas las etapas que han ido marcando su carácter histórico, social, cultural,
laboral; conformar una estructura urbanística volcada sobre la plaza que
convoca a sus habitantes a la conversación, el debate, la alegría, el duelo, la
celebración, la reivindicación o la gratitud, en un hermoso ejercicio de
convivencia y comunión; defender del olvido también los padecimientos y
respetar sus cicatrices, porque un pueblo que es capaz de recordarse a sí mismo
sin resentimientos ni revanchas es un pueblo sano y generoso; acordar una empresa
laboriosa, centrada en la vitivinicultura, con tanto tino, tanta imaginación y
tan poderoso esfuerzo y tan exuberantes resultados, que ha logrado convertirse
en el gran patriarcado y el gran dispensador de los vinos del marco… Todo eso
es Mollina. Todos esos privilegios, ganados sin duda a pulso y defendidos
contra vientos y crisis, se convocan a fiesta y plenitud en los días de oro
claro, de oro viejo y de oro tintado de la vendimia.
No es difícil imaginar la vida de Mollina,
tan entregada a la vinicultura, como un mosto nuevo, y renovado año a año, que
se desliza entre los tejados y las calzadas, entre los patios y las azoteas,
entre las casapuertas y los miradores, entre las alacenas y los campanarios,
entre campo abierto, cuajado de viñedos y olivares, y espacios íntimos,
reservados para la confidencia y las emociones privadas… No es difícil imaginar
la vida de Mollina como un día de vendimia. No es difícil envidiar la vida de
Mollina enlazada, en un abrazo amoroso y fértil, a la vida del vino.
El poeta del vino por excelencia, el griego
Anacreonte, nacido hacia el 560 antes de Cristo, acertó en uno de sus más
emblemáticos poemas a identificar vida y vino:
Cuando bebo el suave vino,
luego el alma desenvuelvo
como pez en ancho vaso,
y a los bailes me encomiendo.
Cuando bebo el suave vino,
con mi propio logro encuentro;
moriré, pues, con mi logro,
que el morir al hombre es cierto.
Cuando bebo el suave vino,
mis desdichas sobrellevo.
Bebe, huésped, bebe y vive,
que si vivo es porque bebo.
Pero debo confesar que yo tengo costumbre
narrativa más que gracia lírica, y que, para mí, la vida del vino tiene forma
de relato, engarzado en gran medida al relato de la infancia.
La
infancia del vino es la viña, ese espacio en el que empiezan a forjarse la
morfología, el color, el carácter, el alma de cada vino. Y yo estoy seguro de
que los nacidos y nacidas en Mollina cuya infancia haya coincidido, o esté
coincidiendo, con el espectacular desarrollo de la vitivinicultura mollinata de
los último 25 años – pero también de aquéllos y aquéllas que hayan convivido
con viñedos más pequeños y familiares –, conservan recuerdos muy vivos y
perdurables ligados a los viñedos, a las vendimias, al aroma, el color, el
brillo, el misterio del vino.
Mi primer recuerdo de infancia ligado a la
viña es el del “tren de Jerez”. Llamábamos “tren de Jerez” a un ferrocarril de
bajísima velocidad que unía Sanlúcar de Barrameda con Jerez de la Frontera, dos
veces al día, en trayectos de ida y vuelta. El tren de Jerez servía a muchos
sanluqueños para trasladarse a diario, o en ocasiones alegres o desdichadas, a
la ciudad más poblada de la provincia de Cádiz para trabajar, hacer compras
especiales, buscar remedio a males de regular o mucha importancia, o concederse
algún gusto o desahogo especial, no siempre confesable. El tren de Jerez lo
utilizaba, sobre todo, gente modesta y bienhumorada que hacía del trayecto una
especie de pequeña fiesta familiar en cuyas risas y confidencias acababan
participando todos. Durante todo un verano, cuando yo tenía 12 o 13 años, hacía
tres veces por semana ese viaje para unas clases particulares que me había
ganado por mi mala cabeza. A lo largo de su recorrido, el tren dejaba viñedos a
uno y otro lado, como anchos y largos cobijos verdes que parecían hervir
resplandecientes bajo el sol de agosto, y era de tan bajísima velocidad aquel
tren que algunos muchachos saltaban desde el primer vagón, cogían racimos de
mucho tamaño y sustancia, y volvían a subir por el último vagón, para repartir
después la uva entre todos los viajeros. Allí, en aquel tren, descubrí yo por
vez primera un alegre y consolador sentido de la solidaridad, que parecía nacer
de las viñas como un don de los dioses de la agricultura y de los duendes del
paladar, un don que lograba disolver en aquella comunión de los viajeros las
calamidades de la vida o sus gozos sencillos y accesibles a todos. Ese don,
brotado en las viñas como de un manantial arracimado, que finalmente hereda el
vino, con su poder para que se olviden las penas y las ansias, especialmente
las derivadas del casquivano amor, según dejó escrito el poeta Meleagro:
Bebe, cuitado, bebe;
tus amorosas llamas
apague el dulce néctar
de Bromio, ¿qué te afanas?
Adormece las penas
y enamoradas ansias,
dalas al dulce olvido
con espumosas tazas.
Yo estoy seguro de que aquí, en Mollina, ese
recuerdo de viñedos ligados a la infancia, quizás en juegos de escondite o
persecución, quizás ligados a los primeros descubrimientos relacionados con los
resortes más vigorosos de la vida, y también de la amistad y del fervor de
compartir, ese luminoso y emocionante recuerdo es patrimonio común de muchos
mollinatos y mollinatas. Por eso, para mí, para tantos, pregonar y celebrar la
vendimia, es también pregonar y celebrar la memoria de nuestra niñez.
Pero volvamos a las “enamoradas ansias” de
las que habla Meleagro en su poema. Esas enamoradas ansias que nos hacen
jóvenes a todos, a los que lo son de verdad, y a los que ya lo somos, como se
dice en consoladora expresión, de espíritu. Las enamoradas ansias nos
convierten a todos en cachorros aturdidos e impacientes, y en las comarcas
vinateras, y seguro que también en Mollina, las viñas han sido siempre
cómplices del amor. Las viñas son, ya listas para la vendimia, la juventud del
día, la imagen deslumbrante de nuestra juventud.
En El Cantar de los Cantares, ese hermosísimo poema bíblico, rebosante
de imaginería lírica, sensualidad y erotismo, la viña aparece constantemente
como uno de los espacios que acogen, sostienen, alimentan los amores de la Amada
y el Amado. Las viñas en sazón son para el Amado un potente y urgente reclamo
para el amor.
La higuera da sus primeros frutos
y las viñas en flor exhalan su
perfume.
¡Levántate, Amada mía,
y ven, hermosa mía!
Y la Amada responde con prontitud a esa
invitación amorosa, y suplica que esas viñas donde el amor le espera sean
defendidas para que nada dañe ese espacio donde se celebrarán sus citas con el
Amado:
Cacen a los zorros
a esos zorros pequeños
que amenazan nuestras viñas.
¡Y nuestras viñas están en flor!
Respuesta decidida de la Amada.
Pero, sin duda, los versículos que mejor
recogen la idea del viñedo como cobijo para el amor son los que el autor de El
Cantar de los Cantares pone en boca de la Amada, dirigidos al Amado:
De madrugada iremos a las viñas,
veremos si brotan las cepas,
si se abren las flores
, si florecen los granados…
Allí te entregaré mi amor.
Ya digo, eso de entregar el amor bajo cepas
altas y tupidas es, o al menos ha sido durante mucho tiempo, un clásico de los
encuentros y los lances amorosos impacientes y sin sitio bajo techado en los
que guarecerse. Seguro que también en Mollina.
Al borde de una carretera muy secundaria, y
cercana a la casa de campo en la que yo he pasado muchos veranos de mi vida,
hay una viña de cepas altas y acogedoras a la que se conoce, desde mucho antes
de que yo tuviera uso de razón, con el para mí durante mucho tiempo misterioso
nombre de La Viña del Jesús. Cuando yo era chico, escuchaba con mucha
frecuencia una frase, dicha con retintín reprobador, chufleo gozoso o envidia
cochina, que decía: “Esos, seguro que se van a la Viña del Jesús”. Yo enseguida
empecé a tener curiosidad por saber por qué esa Viña se llamaba así. Supongo
que alguien me dijo que porque la viña sería de un señor que se llamaba Jesús.
Recuerdo también que un día, durante la época de mi adolescencia colegial en la
que me dio por pensar que quería meterme a cura e irme a las misiones, le
pregunté a mi madre si era porque allí, en esa viña, se había aparecido el Niño
Jesús, y ella me dijo que sí, que sí. Con el tiempo, supe la verdad. Una noche
había ido yo, jovenzuelo ya aquejado por bullas hormonales, en compañía
impaciente a la tal viña. Fuimos en un mosquito, uno de aquellos velomotores
endebles y cascarrabias que llenaban mi pueblo de zumbidos incordiantes todo el
día y toda la noche, y nos encontramos con que la viña entera estaba llena de
mosquitos, de motos de mayor envergadura, de bicicletas, aparcados al borde del
camino o desperdigados por el viñedo. Había hasta un burro. Bajo una luna
excesivamente descarada, se oía por toda la viña como un hervor casi apagado,
como si cayera una lluvia fina e invisible que redoblaba levante en los
pámpanos y hacía vibrar los racimos, o como si algo se estuviera quemando, sin
peligro y rumorosamente, en las raíces de las cepas o entre los sarmientos. Mi
compañía y yo buscamos refugio donde mejor pudimos y, cercados por gemidos y
risitas, dimos cuenta de nuestra impaciencia con mucha incomodidad y
satisfacción precipitada. Al día siguiente, le conté mi hazaña a un amigo algo
mayor que yo. Él me preguntó si sabía cómo le decían a aquella viña. Yo le dije
que sí: La Viña del Jesús. El me preguntó si sabía por qué. Yo le dije que no.
Y me lo contó. Por lo visto, una de aquellas madrugadas de rumores y disfrutes
agazapados, de gemidos y risitas, de luna descarada y ardores bajo las cepas, a
uno de los galanes le entró de repente un picor emberrenchinado en la nariz, y
estornudó. Fue un estornudo estruendoso, apocalíptico. Y cerca de allí se oyó
entonces: ¡Jesús! Y enseguida se extendió por toda la viña la educada
exclamación: ¡Jesús! ¡Jesús, María y José! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!.... La Viña
del Jesús.
Ya sé que este episodio chusco que acabo de
contarles no tiene la altísima excelencia poética de El Cantar de los Cantares,
pero también sirve para que rindamos alegre homenaje a los viñedos cómplices y
fertilísimos, esta noche en la que yo ejerzo de maestro de ceremonias de la
celebración de la vendimia de Mollina, esta noche en la que no sólo yo, sino
todos, pregonamos unánimemente vuestra Feria de la Vendimia, esta noche en la
que rememoramos y conmemoramos y exaltamos el esplendor de la vendimia y el
prodigio del vino.
Después, tras la vendimia – la ladera como
de miel, de oro encendido las viñas, como escribió Juan Ramón Jiménez –, cuando
el mundo entero parece empaparse de ese olor fragante a zumo y esparto, tras el
corte y el traslado de los racimos estremecidos desde los hombros al ápice,
tras la pisa de la uva en el lagar, comienza la dulce y ensimismada maquinación
del fermentado, que es como la maduración de nuestras vidas.
Luego, de la bodega como claustro de
maternidad, de las botas o cubas cuidadoras que respiran durante meses con el
amoroso y emocionado sosiego de una entregada gestación, nace el vino.
Nace el vino, aquí, en Mollina. Nace este
vino, gran pregonero por sí mismo de las excelencias de la denominación de
origen Málaga y Sierras de Málaga. Nace esta ilustrísima y reverendísima
trinidad que forman el vino joven blanco y tinto, y el vino dulce. Nace esta
nueva bandera tricolor que se teje en cada añada como retrato cabal y cómplice
de nuestras vidas: la frescura y los deslumbramientos de la infancia, la fuerza
de la juventud, la experiencia de la madurez. Nace un vino forjado entre la
artesanía y el arte, entre la tradición y la inspiración, entre la gallardía y
la delicadeza, pues creo que no de mejor modo puede glosarse la magnífica
definición que del vino de Mollina ha hecho el actual consejero de Cultura de
la Junta de Andalucía, Paulino Plata: el vino de Mollina es un “vino de autor”.
Eso implica no sólo una marca de calidad, sino también una marca de distinción,
un rasgo de exquisitez en su accesibilidad, un punto de sorpresa para los
paladares sibaritas y de creatividad para los paladares aventureros.
Padecemos tiempos difíciles para casi todo,
para casi todos. Pero frente a la adversidad siempre cabe el remedio amable y
bien medido de un buen vino. Por eso, el vino, la vocación y la industria del
vino, que, sin duda, en días de dificultad y desasosiego, exige sacrificios y
pone a prueba la fe, la esperanza y hasta la caridad… por eso, digo, el vino
nos compromete a tanto: porque no sólo nacemos como el vino, crecemos como el
vino, maduramos como el vino, envejecemos como el vino, sino que el vino nos
reta a cuidarlo como un vínculo de fraternidad y solidaridad.
El vino es animoso, el vino es compasivo.
Una bisabuela mía, ya nonagenaria, se pasaba el día en la cama y no perdonaba
su copita bien colmada de vino en el desayuno, en la comida, en la merienda, en
la cena. La verdad es que acababa el día, a su edad, francamente piripi. Yo lo
conté, a mi modo, en una de mis novelas, El palomo cojo. Desde que se publicó
la novela, los primos de mi madre no me hablan. Decidieron que yo ofendía a su
abuela. Dejando de lado los entresijos de la ficción y sus parentescos con la
realidad, ¿cómo se puede ofender a alguien diciendo que consiguió ser feliz y
gracioso hasta el final, gracias al vino?
Mi bisabuela, si estuviera esta noche aquí,
lo habría explicado divinamente. Como no está, acudiré a uno de los mayores
poetas en lengua castellana, y a uno de nuestros clásicos imperecederos, para
cerrar este pregón de la Feria de la Vendimia de Mollina.
El excelso poeta argentino Jorge Luis Borges
expresó como pocos la relación especular entre vino y vida en este gran poema:
¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
conjunción de los astros, en qué
secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y singular idea de inventar la alegría?
Con otoños de oro la inventaron. El vino
fluye rojo a lo largo de las generaciones
como el río del tiempo, y en el arduo camino
nos prodiga su música, su fuego
y sus leones.
En la noche de júbilo o en la jornada adversa
exalta la alegría o mitiga el
espanto
y el ditirambo nuevo que en este día le canto
otrora lo cantaron el árabe y el
persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en
la memoria.
También La Celestina, la gran creación inmortal de Fernando de Rojas, cantó, en aguerrida
prosa, las excelencias del vino:
Esto quita las tristezas del corazón más que el oro ni el coral; esto
da esfuerzo al mozo y al viejo fuerza; pone color al descolorido, coraje al
cobarde, al flojo diligencia, conforta los cerebros, saca el frío del estómago,
quita el hedor del aliento, hace impotentes los fríos, hace sufrir los afanes
de la labranza a los cansados segadores, hace sudar toda agua mala, sana el
romadizo y las muelas, sostiene sin heder en el mar, lo cual no hace el agua”.
Y concluye Celestina: “Más propiedades te diré dello que todos tenéis
cabellos”.
Luego de tan sabias palabras, sólo me queda
una cosa por decir: ¡Salud para todos en esta vendimia, salud con un vino de
Mollina en el corazón! Muchas gracias.
Las imágenes
que acompañan a este texto son, primero, el cartel de ese año, luego una imagen
del pregonero tomada de la página escritores.org y el azulejo con sus palabras poco
antes de ser colocado en la Plaza de España.
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