XIII PREGÓN DE LA VENDIMIA. ANTONIO ROMERO MÁRQUEZ. 1999






Periodista, poeta y dedicado a la enseñanza, el pregonero de 1999, Antonio Romero Márquez, Montilla, 1936, trabajó bien el pregón. Conocedor de la métrica clásica regaló a Mollina dos poemas de circunstancia, pero que, sobre todo uno de ellos, ha quedado repartido por todos los bares del pueblo: los pareados escritos como oración con los que Romero Márquez acabó su intervención en la apertura de la Feria de la Vendimia, quedan como elemento esencial de la liturgia laica con la que se debe empezar cuando se abre una botella de nuestro vino.

El cartel de ese año era obra de Marcos Arjona.



Éste es el pregón de 1999:



Debo confesar que me siento un tanto intimidado, pues no ignoro que personas de gran prestigio, tanto en el campo de las letras como de la política, ocuparon en años anteriores el lugar que hoy ocupo, con gran deleite para vosotros, así como con gran lucimiento para ellos. Acreditados maestros de la oratoria y del buen decir, afamados poetas e incluso entusiastas andalucistas de hiperbólica palabra y de labia incomparable, han asombrado tanto a vuestros oídos como, en sus toneles, a vuestros magníficos vinos, que sin duda han apreciado en sus lentos hervores las alabanzas a ellos dirigidas. ¿Podrá mi inspiración, de talante senequista, y como tal, de palabra medida y sentencioso decir, exploradora de honduras y ceñido gesto, estar a la altura de las circunstancias? No lo sé. Pero creo que a vosotros, que mantenéis aún vivas las raíces con las lejanías romanas, os debe ser consustancial el sentimiento estoico, es decir, el aguante, pues sabéis cómo habéis alcanzado los bienes que hoy disfrutáis. Es seguro que cada pámpano, verde y fragante, contiene una gota de sudor de vuestras frentes, así como que en cada racimo se acrisola una esperanza y una fatiga, alumbrada o padecida en días de laboriosa espera.

Intentaré al menos, a la luz de lo ya experimentado al beber vuestro vino, con razonamiento y fervor, expresar algunos relumbres del cielo hacia el que él me ha arrebatado, pues si es cierto que todo aquél que bebe lo hace porque espera alcanzar lo celeste, quien bebe vuestro vino se zambulle entero en la empírea mansión. Espero, pues, que esa experiencia no sea inefable.

Aunque procedente de otra comarca andaluza, no soy viajero de paso. Llevo cerca de un cuarto de siglo establecido en Málaga, período de tiempo con que se mide vuestra venturosa aventura, es decir, aquella que se inicia con la plantación de las primeras cepas y se corona con el lugar de honor que hoy nadie os discute. Como solitario solidario me intereso vivamente –a veces con una preocupación casi angustiosa– por el porvenir de nuestras gentes y de nuestras tierras. Por esta razón, y por otras que no son del momento, he seguido los flujos, cada vez más acrecidos, de vuestra voluntad, resueltamente determinada a crecer y ser más. Y bien sabemos todos que el nombre de Mollina es en la actualidad una referencia, no diré provincial, sino regional, e incluso española.

Si todas las voluntades, capacidades y logros fueran como los vuestros, podría felicitarse Andalucía. A veces, yo también, me atrevo. Y tengo un sueño. En mi sueño veo un pueblo laborioso, culto, pacífico. Defensor de lo suyo y razonablemente abierto a lo ajeno, porque no todos merecen que nosotros le abramos nuestras puertas. Tenemos antes que saber por qué y para qué vienen. En ello nos va nuestra supervivencia. Y acabe mi sueño así.

Pero cuando veo lo que aquí se me muestra, puja en mí, como un agua fecunda y bullidora, la esperanza. El pueblo andaluz –pienso bien despierto– de pie y consciente encara previsor y diligente su futuro. Pero… no adoptaré aquí las actitudes del profeta, por más que no las tenga todas conmigo. No he venido aquí a quemar la fronda verde de las profecías, casi siempre intempestivas. Porque lo que más nos asusta a los profetas es que nuestras profecías se cumplan. Y puesto que el oleaje verde y triunfante de los pámpanos nos convoca a una gran esperanza, yo, a semejanza del cardenal que anuncia a los fieles la elección de un nuevo Papa, digo: Os anuncio una gran alegría; tenemos vino. Y, además, la tierra que pisamos sigue siendo nuestra, es decir, de ustedes. Y es ancha y feraz. Nuestras banderas también están en su sitio, a merced de nuestro cielo y de nuestro aire.

Pero en este punto de mi pregón, tengo que avisarme a mí mismo. Lo haré con unos versos muy de circunstancias. Son estos:

No te olvides, pregonero,

de los vinos de Mollina,

que alegre y cascabelero

este vino es cosa fina.

Celebra, pues, la fragancia

de este vino soberano

 y anuncia que quien lo escancia

se siente del mundo hermano.

Al triste ofrece consuelo

, y al que es amargo, dulzura;

pues anticipa del cielo

unas gotas de ventura.

Y después debo decir, toda vez que me escuchan atentos, que oriundo de una tierra vinícola y, por tanto, guardando en el olfato del alma el olor ácido e inconfundible de las vendimias, me es grata y familiar la música de esta liturgia. Porque llevo como recuerdo de lo que en mí es más prístino, este aroma, este fermentar embriagante, este mareo telúrico. Cal y vendimia. Calma y racimo. Alquimia celeste. Afirmación total. Sí pánico.

Me siento, pues, envuelto y disuelto en un resplandor ya conocido, es decir, ciego. Voy con un balbuceo tras un dios que me hizo suyo para siempre. Conozco el verde fulgor del pampanaje en estos días felices en los que las cepas ofrecen su savia estúpida en turgentes racimos dorados.

No es una mera metáfora el afirmar que en estos días un dios venturoso y antiguo se nos acerca radiante. Bajo el sol o bajo la luna se oye a veces el quebradizo son de su caramillo. Su desnudez luminosa nos ciega. Su retozar pagano y su cósmica locura, nos prende. Su videncia nos hace videntes. Su silencio, silenciosos. Su decir, nos inspira.

Es ese el dios oscuro que palpita en el vino, y porque, como una chispa el vino contiene su aliento, podemos decir con toda la razón que él nos dicta palabras de verdad, palabras de experiencia y palabras de gozo. Y ello aunque sólo sea porque ese dios lo ha vivido, lo ha sufrido y lo ha gozado todo.

Asistimos, pues, a una Epifanía. El espíritu de la tierra surge ante nosotros y nos habla con palabras solares. Esas palabras inaprehensibles nos consuelan de nuestra muerte; y nos consuelan también de nuestra vida. Por el saber, somos consolados e iluminados. Por tal sacramento somos confirmados como hijos de la tierra que nos sustenta, bajo el amparo igualmente de un cielo que nos envuelve y protege. Por él, también, descubrimos nuestras profundidades, o al menos nos asomamos a ellas. Él nos da noticias de nuestros orígenes, augurio sobre nuestro destino y fuegos de profecía. Con él, y sin satanismo alguno, sino con piadosa humildad, ensayamos los atributos de la divinidad. Procedemos ciertamente de todos los pasados, venimos de las más fabulosas lejanías; y nos encaminamos a un futuro que, a fuer de incierto, nos atemoriza como una pesadilla. Pues bien, el vino nos ofrece las palabras del conjuro. Y la tierra, a través de él, nos ofrece la fortaleza de sus jugos y el mineral lúcido de sus poderes. En el pozo palpitante del vino bebemos los estallidos iniciales del universo, los vientos telúricos, las negruras de los soles ancestrales. El vino, en suma, nos signa, nos unge, nos inicia con más eficacia y hondura que cualquier otra sustancia ritual.

Por ello, el acto que ahora celebramos y que se repite ya año tras año, tiene mucho de rito, de ceremonia. Como en todo rito, en él resulta casi obligatorio la recurrencia, y quién sabe si el tópico. Tiene que ser así. Las ceremonias litúrgicas no pierden valor ni solemnidad por el hecho de que se atengan a una pauta establecida. Es precisamente ese rigor inmutable el que contribuye a sacralizarlas y el que de forma incontestable las prestigia y, tal vez, por lo que retienen ese tembloroso agrado que obligó al hombre a arrodillarse ante el fuego. Porque, en efecto, insisto, estamos actualizando, en tono menor, una epifanía en la cual cristalizaciones muy lejanas alcanzan a destilar en nuestra sangre las mismas ebriedades que conocieron aquellos que llevaron a sus labios el primer vino. ¿Quién que sepa beber no sabe esto?

Y luego, como algo inherente a esta celebración en la cual la palabra o, si se quiere, el verbo inspirado, tiene tanto protagonismo, viene el momento de las alabanzas. Es muy probable que éstas, año tras año, sean muy semejantes. Así como las invocaciones. Por eso, –y enlazo con lo que dije nada más empezar–, a estos actos acuden como oficiantes poetas o personas de acreditada elocuencia. Porque es justo alabar a quien lo merece. Y porque es muy humano el que nos agrade la alabanza bien expresada. Por ello, ¿cómo no os va agradar que se reconozca, pondere y celebre el fruto de vuestros sudores, en la hora en que ya en sazón la cosecha, los racimos se convierten en bullente mosto y no ha de tardar mucho en que ese mosto sea vino nuevo?

Para Rilke la misión del poeta no es otra que la alabanza. Puede hundirse el mundo, puede el sufrimiento rebosar en el corazón; el poeta sólo debe celebrar, alabar, bendecir. Pues bien, así entiendo yo mi misión aquí.

Ahora bien, entiendo que la alabanza debe contener tres momentos. El primero debe referirse a aquello que es objeto de la celebración –en este caso Mollina y sus predios. Es lo que podríamos llamar el paisaje o la luz de la tierra que ilumina a ese vino, así como el aliento terrestre que infunde en él su fuerza. Y, por último, pero como protagonista indiscutido, el hombre creador de esa riqueza y animador del paisaje. Es decir, al paisanaje. Y ello se refiere a vosotros.

En la alabanza del vino ya me he detenido; pero no, todavía en la alabanza de vuestro vino que, como Minerva, que nació de la cabeza de Zeus armada con todos sus atributos, también nació casi al primer intento, con todos los atributos que le son propios. Y ello en cierto modo no es más que una fatalidad, pues es propio de los caldos el concentrar las esencias del lugar en el que se producen. No obstante, debo dejar para el final, como en las sinfonías, los mejores acordes de mi celebración. Y esos acordes serán para él.

Hablaré, pues, del paisaje. Días atrás, con el propósito de motivarme, viajé desde Málaga hasta aquí. Tal desplazamiento constituye, bien lo sabéis, un grato paseo. Se asciende hasta Las Pedrizas entre un pardo laberinto de quiebras y laderas; paisaje tal es poco incitante. Los ojos buscan, sin encontrarlos, amplios horizontes. Pero pasadas Las Pedrizas el panorama va, poco a poco, ensanchándose. Conserva su naturaleza montañosa, pero presenta al viajero una perspectiva más amplia, que, a veces, resulta grandiosa. Luego, al descender ya hacia Antequera, en una revelación siempre esperada y siempre sorprendente, a semejanza de un fogonazo, el paisaje estalla literalmente, y la inmensa y fértil vega aparece ante la mirada incrédula. Como diría Machado: campo, campo, campo… Y aquí y allá, los cortijos blancos. Campo quizá ya amenazado por la invasión inmobiliaria, pero todavía llanura verdeante y fecunda. El automóvil gana inmediatamente el llano y enfila en dirección a Sevilla. El paisaje ha cambiado. Sobrio, trabajado, con suaves colinas lejanas. Produce una sensación de maravillosa sedancia, o incluso de seguridad. En Málaga, ante un cosmopolitismo que parece poder más que nosotros, siento como una vaga amenaza; esa amenaza que conduce a algunos neuróticos a presentir acontecimientos futuros. Pero alcanzada la vega, me siento sobre suelo más seguro, más inconquistable. En todo caso, quizá como contrapeso a un sentir tan subjetivo, uno recibe el mensaje de una tierra que parece latir con el ritmo justo, a manera de un pecho henchido de vida. Pero pronto, dejada a un lado la autovía, entramos en los campos de Mollina, otrora integrantes de los de Antequera. Como el caserío urbano se asienta en la llanura, el viajero no adivina en un principio su dimensión, aunque sí aprecia con agrado la sobriedad, limpieza y buen gusto de calles y edificios, indicio cierto de prosperidad económica y de buena administración. Confirmé la certeza del eslogan: “Mollina, color de vino”. A la vista del paisaje se ve que no está mal elegido ese reclamo, que la nasalidad de las enes hace más entrañable. Pero lo que vi, y lo que veo, es la blancura reverberante de unas casas en las cuales la cal se hizo calma, calma de vida aclarada por el latido de un sabio vivir. Y en torno a esas calles y rincones recoletos, veo el ruedo en el que verdea esa cepa estilizada y llameante, por mí tan conocida, que produce una uva intensamente azucarada, a la que se le da el nombre de Pedro Ximénez y de la que circulan diversas teorías acerca de su procedencia.

Como previamente me he documentado, sé que estoy en una tierra antigua. Ignoro si el paisaje que la habita procede en línea directa de los hombres del neolítico del que tantas huellas afloran todavía, como si el pasado quisiera enviar a los vivos un misterioso mensaje. Pero siempre se es heredero de quienes con sus cenizas fecundaron la tierra de la que nos sustentamos. Y con el pasado, nos llega la voz de los muertos; sus alegrías, sus penas. Y sus noches de amor y sus horas de duelo. Nada se pierde, pienso. Dicen que para conocer a un pueblo hay que visitar su mercado y su cementerio. Pues bien, en la tarde de aquel viaje exploratorio, yo me encaminé hacia ese lugar. Este ocupa sin duda un lugar privilegiado. Pero la vida debe afirmar a la vida. Por eso, en aquellas horas caniculares en que transcurrió mi visita, traté de observar a los hombres y mujeres –pocos– que transitaban por las calles. De ellas me impresionaron –y ahora que los contemplo con más detenimiento me impresionan– los ojos negros, intensos, heridores. Como diría Villalón: “ellas la Arabia en los ojos”; pero una Arabia sólo metafórica. Porque esos ojos intensos hablan, aunque honesta, bien elocuentemente. Y a su vez, en el varón, aprecié la reciedumbre del hombre honrado y el aplomo de quien está seguro de sí mismo, porque es consciente de su valía y sabe que las personas se conocen por sus obras, y estas obras están a la vista de todos. Para referirse a esas obras no resulta impropio el hablar de hazaña. Yo me permito evocarla aquí, siendo tan conocida. En esencia es ésta: en tan sólo veinticinco años lo que era un pueblo sin futuro, obligado a la emigración, sin apenas tradición vinícola, pone en marcha y consolida la realidad que ahora tenemos delante. Y ello cuando un vino de fama universal, como es el caso del de Málaga, parecía, por inexplicable abandono, atravesar una profunda crisis. Digo inexplicable porque inexplicables me parecen esos desfallecimientos –o indolencias– que a veces se observan en los malagueños, momentos en los que da la impresión de que es renunciar a lo ya conquistado. Es ese el momento en que Mollina empuña la antorcha y con su entusiasmo insufla nuevo aliento a una tradición centenaria. Me imagino que tal acontecimiento no se ha producido sino trabajando mucho y con fe. Un puñado de hombres y mujeres han realizado lo que bien parece un milagro. Aunque sólo sea por aquello de que el trabajo tesonero es siempre milagroso. Ese milagro se cuantifica –¿por qué no recordarlo? – en cerca del noventa por ciento de la producción total del vino de Málaga. No está mal. Ese porcentaje supone en vuestras bodegas el hervor de casi tres millones de litros de mosto. (Millones de Mollina) Y tal proeza –¿por qué no decirlo también? – tiene mucho de épica, de conquista. No de conquista de tierras ajenas, arrebatando a otros lo que es suyo, sino de conquista de la tierra propia, antes quizás más madrastra que madre. Por ello, sin tópico, habría que recordar que la Andalucía lorquiana del llanto, cuando de verdad trabaja, deja de llorar. No estamos condenados al llanto, ni al silencio servil. Somos tan capaces, como los que más, de conquistar el futuro, creándolo. Y ello sin renunciar a muchas cosas que nos parecen irrenunciables.

Esa unidad de paisaje y paisanaje que constituye el acorde de Mollina, de hombres y mujeres que sin duda trajeron de la emigración experiencias muy valiosas, me hablaba la tarde de mi fugaz visita, y me habla ahora con mayor elocuencia, de la verdad que vine a buscar.  ”Aquí tienes –me dice– a un pueblo laborioso. Baja de tus nubes de soñador y recoge el latido del pueblo, del honrado pueblo andaluz. Ojalá tú, como hace él, sepas estar siempre a la altura de las circunstancias”.

Por eso, acepto gustoso llevar hacia mis labios vuestro vino. Porque lo entiendo como un presente, como una amistad y como el trasunto de un corazón colectivo. Y como una inigualable generosidad que se hace futuro, y que es riqueza.

¿Y qué diré de este vino? Sería una ironía que quien ejerce de celebrante fuera abstemio. Por fortuna, no lo soy. ¡En cuántas copas no habré yo enterrado mi melancolía innata y el sufrir que le añadió la vida! El sentidor senequista alumbró sus verdades en diálogo con el vino. No es verdad, como algunos dicen, que el andaluz sea sólo facundia y mera exterioridad; tenemos vocación de honduras, como lo confirma nuestro mejor cante. Y somos, también, sabio contemplar y reticente reserva. Sabemos ver y callar.

Pero en la reserva del que sabe que la última palabra es siempre la más sabia, y a semejanza de la raíz, que se extiende ávida, la avidez afianza y dice esas palabras –las cabales– por las que tiene voz el corazón.

Por ello digo: Vino de Mollina, te celebro porque procedes, en primer lugar, de una tierra noble y generosa.

Te canto porque en ti se mezclan las lluvias con los sudores de quienes labraron la tierra, podaron las cepas y después vendimiaron los racimos.

Te alabo porque das consuelo al triste y haces que la alegría del ya alegre sea fraterna.

Te ensalzo porque nos elevas de nuestra poquedad en los momentos en que quizás hastiados de nosotros mismos, al mirar hacia el cielo, el cielo nos perdona al par que nos perdonamos por el vano reír y el hondo sufrir.

Y brindo, amigos, ya todos confundidos en un solo corazón, por vosotros, por vuestros hijos, por los lejanos, por mí y los míos, por los que están llamados a proseguir vuestra tarea, por los que deben defender estas tierras regadas con el sudor de los padres, tierras que hoy son suyas y deben serlo siempre.

Y por Andalucía, por España y la Humanidad.

Deseo terminar con unos sencillos versos, casi rituales, que he compuesto para esta ocasión:

Vino de Mollina,

esencia divina,

 por estos racimos

 que ahora exprimimos,

 haz que tu presencia

 sea inteligencia

de saber vivir

y también morir.

 Que seamos buenos

con los vasos llenos,

y jamás impíos

cuando estén vacíos.

 Y danos la calma

que conforta el alma.

 Y el amor también.

Así sea. Amén.







Las imágenes que acompañan a este texto son, en primer lugar, el cartel de ese año, luego una imagen del pregonero en su biblioteca y, por último, sus pareados puestos como azulejo en la Plaza de la Constitución en 2014. Ese mismo año el Área de Cultura del Ayuntamiento repartió una reproducción fotográfica del mismo a todos los bares del pueblo.






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