XIV PREGÓN DE LA VENDIMIA. JUVENAL SOTO. 2000
El pregonero
que cerraba el siglo XX fue el poeta y articulista malagueño Juvenal Soto. El
cartel era obra de Emiliano Mota.
Éste fue el pregón:
Gracias al Ayuntamiento de Mollina por
brindarme el lujo de hablaros esta noche. Gracias a vosotros por escuchar a
este hombre cuyo exclusivo mérito para estar aquí son las palabras por él
escritas, palabras que sin lectores, sin oyentes, nada entre la nada serían.
Un poeta francés, Stéphane Mallarmé,
sostenía que el mundo existe para llegar a un libro. Muchos hombres creen
erróneamente, sospecho yo, que ese libro ya está escrito y que se llama La
Biblia. Alguien me ha dicho que en el comienzo de ese libro, en el que tantos
creen y no tantos hemos leído, hay una afirmación tan hermosa como cargada de
misterio: “Al principio era el Verbo”. O sea, que incluso los remotos
escritores de ese texto, sagrado para unos y enigmático para casi todos, sabían
que nombrar equivale a crear, o, si lo preferimos, que es imposible la
existencia de algo que no tenga nombre; en definitiva, que la palabra fue antes
que las cosas y, cuando menos, al mismo tiempo que la vida y que los hombres,
de ahí que a la palabra los creyentes la llamen Dios –da igual qué dios sea, el
caso es que ha de ser Dios–, el primer creador porque fue el primero en ejercer
la capacidad de nombrar, según La Biblia. Al principio, por lo tanto, era el
Verbo, la palabra, la posibilidad infinitamente poderosa de mencionar. Quizás
ese Verbo, hastiado de emitir palabras que nada podía significar antes de que
el universo fuese evidente, decidió crear el mundo para que así los sonidos por
él pronunciados se refirieran a objetos y a seres tangibles y palpables y susceptibles
de ser imaginados y recordados y amados y rechazados.
Esta historia es no tan bella como sí
inquietante, puesto que quienes enmudecen voluntariamente saben que están
privando de la existencia a todo aquello y a todos aquellos que dejan de nombrar.
“Vosotros, cosas y seres exteriores a mi silencio, existís ahí, en el mundo de
afuera –conjeturarán los enmudecidos–, pero habéis sido borrados del mundo mío
porque yo no voy a pronunciar vuestros nombres y acaso terminaré, a fuerza de
silenciaros, por olvidarme de qué cosa seríais y de quiénes fuisteis”. La
palabra, en consecuencia, es un arma terrible, porque puede matar por medio del
silencio incluso a la memoria de los que la utilizan beligerantemente. Yo no
sé, por más que reflexione sobre esa ignorancia mía, si aquel Dios que al
principio era el Verbo conocía el poder con el que estaba armando a los hombres
creados a su imagen y semejanza, pero sí sé que los hombres pueden ser los
únicos dioses verdaderos por mor de las palabras. Por ellas, los hombres
afirmamos o negamos la existencia incluso del propio Dios.
Tan viejo al menos como La Biblia –o sea,
casi tan viejo como el mundo– es un dicho según el cual El vino suelta la
lengua. El vino, como vosotros sabéis mejor que yo, es la bebida alcohólica más
antigua después de la cerveza, pero el vino aventaja literariamente a la
cerveza en que aquél es la bebida casi exclusiva de los dioses.
Las ceremonias divinas de las antiquísimas
mitologías se refieren al vino tratándolo de líquido sagrado, de tal modo que
no podía existir rito verdaderamente sacro sin su presencia; mientras que la
humanidad originaria de la cerveza se pone de manifiesto y en los contratos de
matrimonio entre los cónyuges rompiendo una jarra llena de cebada puesta a
fermentar. El vino, empero, también sella los pactos humanos –¿quién no ha
culminado un buen acuerdo bebiendo una copa de vino? –, pero su dimensión
mágica la adquiere cuando media entre los hombres y los dioses, tal es el caso,
más reciente en el tiempo que otros muchos, de algunos cristianos, que en el
rito principal de su religión dicen comer de la carne y beber de la sangre de
su Dios. Esa sangre, divina para ellos, no es otra cosa que vino. Habremos de
recordar, precisamente en esta plaza llamada Atenas, que los ritos dionisíacos
griegos también tenían al vino por elemento imprescindible, y que quizás esas
ceremonias iniciáticas constituyen un precedente de la comunión cristiana, que
es, nomás, otra iniciación a la verdadera vida, según proclaman quienes creen y
practican esa religión antropofágica y vínica en la que hasta la sangre del
mismísimo Dios es obra humana.
Pero el vino es aún más que todo eso. Hijo
de los frutos de la tierra fértil, el vino, aquí en Mollina y allí en
Antofagasta o acullá en las riberas del Rhin, procede de la madre tierra, una
diosa cada día menos virgen por la zarpa arrasadora de los humanos
regalándonos, entre otros presentes, las vides, de cuyos pámpanos cuelgan las
uvas maduras por estos días. Seguramente las uvas que surgen de la Diosa Tierra
y el vino que fluye desde las uvas doradas y escarlatas son los elementos
naturales más cantados por los poetas, de modo que podemos suponer sin temor a
estar tentando a los diablos que la poesía, aquella poesía que nace del vino y
fluye para el vino, es una oración humana a la tierra de los hombres, madre
benefactora de sus hijos a quienes alimenta y quita la sed a cambio –¿por qué
no habríamos de decirlo así?– de la oración hermosamente laica de unos versos.
Gran rezador terrenal por ser un poeta
inmenso y un memorable filósofo cínico de la mejor estirpe entre aquellos
virtuosos de la Secta del Perro que hicieron del cinismo una de las más
contumaces escuelas filosóficas del pensamiento clásico griego, Jorge Luis
Borges, que en tantas ocasiones fuera también argentino, escribió esto que a
continuación os digo:
En el bronce de Homero resplandece tu nombre,
negro vino que alegras el
corazón del hombre.
Siglos de siglos hace que vas de mano en mano
desde el ritón del griego al
cuerno del germano.
En la aurora ya estabas. A las generaciones
les diste en el camino tu fuego
y tus leones.
Junto a aquel otro río de noches
y de días
corre el tuyo que aclaman amigos y alegrías,
vino que como un Éufrates
patriarcal y profundo
vas fluyendo a lo largo de la historia del mundo
En tu cristal que vive nuestros
ojos han visto
una roja metáfora de la sangre de Cristo.
En las arrebatadoras estrofas
del sufí
eres la cimitarra, la rosa y el rubí.
Que otros en tu Leteo beban un triste olvido;
yo busco en ti las fiestas del
fervor compartido.
Sésamo con el cual antiguas noches abro
y en la dura tiniebla, dádiva y
candelabro.
Vino del mutuo amor o la roja pelea,
alguna vez te llamaré. Que así sea.
Así es que otra vez la palabra, elemento
primigenio del mundo conocido, permite que el vino llegue hasta nuestros oídos
para embriagarnos el corazón.
El vino, decíamos, da rienda suelta a las
palabras. ¡Qué hermosura de pareja tan antigua y tan tremenda: palabra y vino!
Sólo los muy sabios han podido unirlos sin provocar el espanto de quienes les
rodean. Sólo los muy conocedores de la tierra y sus misterios más sugerentes
saben que la noche es la hora del mejor vino y de las palabras mejores.
Conocimiento y sabiduría; o sea, virtud, en su sentido socrático, es precisamente
lo que yo deseo esta noche compartir con vosotros, desde la trinidad por la que
os hablo –noche, palabra y vino– de cosas tan antiguas como el mundo, de un
mundo que probablemente es tal porque engendró estas cosas de las que os hablo:
vino, palabra y noche. Aquí, en esta Plaza de Atenas de Mollina, es posible que
todos los años, por una noche al menos, ésta, cada uno de vosotros sea un dios
que crea el mundo desde las tinieblas por medio del Verbo y para llegar al
vino.
¿Quién será capaz de negaros esa posibilidad
a vosotros, que con el vino de esta tierra a tantos hombres y a tantos dioses
alejados en el tiempo y en la distancia lleváis siglos de siglos llevándoles el
consuelo y la alegría de vuestro vino? ¿Quién podrá negármelo a mí que soy el
elegido por vosotros para hablaros esta noche de lo que conocéis mejor que
cualquier otro?
El hombre, que es el único creador de cuanto
alcanzamos a ver y de cuanto sabemos que existe aunque no lo veamos, conoce que
esa otra creación suya a la que llamamos Dios lo ignoraba todo sobre el vino y
la poesía, de modo que tuvo a bien engrandecer lo por él creado acercándole el
fluido que mana de las uvas y el zumo que burbujea al exprimir las palabras. Al
primero, el hombre lo llamó vino; al segundo, lo llamamos poesía. Cuando uno y
otra se unen, es que ha llegado la hora de la vendimia, de recoger el fruto más
jugoso de la tierra y de cosechar la obra más hermosa concebida por la mente
humana.
He aquí otra prueba de lo que afirmo, este
Soneto al vino en el que oiremos de nuevo lo que Borges quiso dejarnos escrito:
¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
conjunción de los astros, en qué secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y singular idea de inventar la
alegría?
Con otoños de oro la inventaron. El vino
fluye rojo a lo largo de las generaciones
como el río del tiempo y en el
arduo camino
nos prodiga su música, su fuego y sus leones.
En la noche del júbilo o en la
jornada adversa
exalta la alegría o mitiga el espanto
y el ditirambo nuevo que este
día le canto
otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.
He aquí, pues, otro prodigioso don del vino:
la alegría.
Sabéis, porque sois vosotros sus creadores,
que la producción de vino en Mollina alcanza el 80% de la totalidad del vino
hecho en Málaga. ¿Estaré yo muy equivocado si conjeturo que el 80% de la
alegría de ese trozo del mundo que llamamos Málaga nace aquí en Mollina, casi
esta noche de vendimia celebrada, en esta plaza casi?
El vino, en consecuencia, también es
riqueza, porque la alegría es más patrimonio de los ricos que de los pobres,
más amiga de los que de casi todo tienen que de aquellos a quienes de casi todo
les falta.
Yo sé que sois generosos. Lo demuestra el
hecho incontestable de que la mayoría de vuestros legítimos representantes, los
hombres y mujeres que vosotros habéis elegido para ser responsables del buen
funcionamiento de vuestro municipio, tienen a la solidaridad y a la libertad
entre sus mejores ideas. Me atrevo, entonces, a pediros un favor muy especial:
Que me contestéis a esta pregunta: ¿Si vosotros creáis con vuestro esfuerzo el
vino, y sois, por esa obra creadora, libres y ricos y generosos y solidarios y
alegres, os falta algo para ser como los dioses? No, me contestaré y os
contestaré a vosotros, porque tenéis también la palabra, el Verbo, que cada
noche de la vendimia de cada año queréis regalarle a alguien invitándolo a que
os hable, como yo lo hago esta noche, de quiénes sois y de cómo sois. Pues
bien, os diré que vosotros y Mollina sois hijos del vino que vendimiáis, y que
el vino es el padre de la dicha, única situación que justifica la existencia
del hombre en el mundo.
Gracias por permitidme que, en esta primera
noche de un milenio de vendimias, haya sido yo el poseedor de vuestro verbo.
Gracias por la generosidad del vino y de vuestra amistad y de vuestro oído.
Gracias por regalarme la palabra y el vino y la noche. En mitad de esta plaza pongo
mi corazón y mi entendimiento para daros mil gracias por todo.
Las imágenes que acompañan a este
texto son el cartel de ese año y una imagen del pregonero tomada de la revista
El Observador.
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