XVII PREGÓN DE LA VENDIMIA. JUAN COBOS WILKINS. 2003
En esa montaña
rusa en que se habían convertido los pregones de la Vendimia –en cuanto a
calidad se refiere-, el de 2003 marca otro punto elevado. Uno de los grandes poetas andaluces nos hizo
un gran pregón.
Juan Cobos
Wilkins, Minas de Riotinto, 1957, novelista, guionista de cine, pero, sobre
todo, grandísimo poeta, regaló a Mollina este texto tan agradecido. Y digo
agradecido porque cuando vino a presentar a Espido Freire en 2001 acababa de
editarse El corazón de la tierra. Y
el libro, como no podía ser menos, tuvo éxito. Cuando vino a dar el pregón en
2003 acababa de salir de la imprenta Mientras
tuvimos alas. Como no podía ser menos, tuvo éxito.
Ese éxito lo
atribuía a la buena estrella de Mollina. Lo cierto es que Biografía impura (2009), El
mundo se derrumba y tú escribes poemas (2016) y Matar poetas (2019), esos tres poemarios imprescindibles en la
poesía actual, son obra suya.
Éste es el
pregón de 2003:
La alegría y las mejores y más hermosas uvas
sean con vosotros, amigas y amigos de Mollina.
Nadie bien educado debe aceptar una
invitación, entrar en una casa, sin dar las gracias. Yo estoy en la vuestra
esta noche de septiembre, abiertas de par en par las puertas de esta acogedora
casa que es Mollina, honrado por vuestra hospitalidad y ofrecimiento, y
orgulloso de escribir mi nombre con pámpanos en la ilustre lista de mis
predecesores.
Pero no es sólo por educación que os digo
gracias. Mi gratitud nace de más de un motivo: en primer lugar, de la verdad
del corazón, porque cuando pisé este generoso suelo, por primera vez hace dos
años, tuve ocasión de comprobar una forma de vida muy distinta a la del lugar
que me vio nacer, otra manera de estar en la tierra y con la tierra. Después os
contaré algo de esto. Ahora sigamos con otra razón por la que se hace patente
mi gratitud. Y es una que quizás no sepáis. Sin “quizás”, no podéis saberla. Y
es, voy a confesarlo, que Mollina, para mí, es un talismán, que este pueblo es
para mí un hermoso amuleto. Que me dais buena suerte. Y no digo esto porque sí
ni a la ligera: aporto pruebas. Pruebas que, al escucharlas, comprenderéis lo
importantes y emocionantes que me resultan. Y es que, y sigo compartiendo con
vosotros mi secreto, Mollina es un hada buena para mi escritura. Mollina
extiende sobre mis libros su varita mágica hecha con poderosos y fértiles
sarmientos y me protege.
No es disparate ni digo locuras, veréis: hace dos años yo acababa de
publicar mi primera novela, hasta entonces había editado sólo poesía. Y era mi
estreno como novelista, no sabía qué podía pasar, cómo acogerían los lectores y
la crítica la primera novela de un poeta. La publicación coincidió con mi
venida a Mollina a presentar a Espido Freire, pregonera ese año, y entonces
aquí, con amigos, aquella noche, alzamos nuestras copas y brindamos con vino de
Mollina por el éxito de El corazón de la tierra, que así se titulaban las
páginas que acababa de poner en librerías. Y el brindis con vuestro vino tuvo
efecto, pero un efecto prodigioso, más allá de toda posible previsión. Ese
corazón de la tierra, ha latido desde entonces con una edición tras otra. ¿Cómo
no dar las gracias a este pueblo, a su vino?
Pero es que todavía hay más. Han pasado dos
años de eso y ahora, otra vez, exactamente cuando acabo de editar mi segunda
novela, tan reciente que hace tan sólo un rato que llegué de Madrid, donde ha
tenido lugar su presentación, ahora, otra vez, estoy de nuevo aquí. Como si
algo misterioso, una fuerza benefactora, me trajese a estar en Mollina cuando
publico un nuevo libro. No es casualidad, es algo mágico. Es la buena estrella
de Mollina. O, mejor dicho, la buena uva de Mollina.
Aunque etimológicamente la palabra “vino”
provenga del latín vinum, yo tengo la creencia de que “vino” no puede derivar
más que de “divino”, es decir: que el zumo de la uva vendría directamente de lo
perteneciente a los dioses. Y además, si separamos la palabra “divino”,
tendríamos: “di, vino”. Es decir: “háblame, vino”. Y el heredero de los dioses,
el vino, hablaría para decir: Beber es vivir. Y también creo que si la famosa
fruta del Árbol del Bien y del Mal, en lugar de una manzana, hubiera sido un
racimo de uvas, otro gallo cantaría, y cantaría, sin duda, con mucho más
alborozo. Porque la historia de la humanidad habría resultado completamente
distinta, con un rumbo más alegre y feliz. En vez de pecado original y
expulsión del Paraíso habría cordialidad, entendimiento, júbilo, el don de la
ebriedad. Igual que si el tristemente célebre Prestige hubiera ido cargado con
vino, en lugar de contaminar con sucio chapapote las costas, las habría regado
con olas de moscatel, una pleamar de vino que inundaría las playas de alegría,
las orillas, de bondad. Y haría verdad aquello que el autor de la Odisea, el
poeta Homero, nos dijo: “Mar color de vino”. También el historiador Tucídides
comprobó que los pueblos comienzan a salir del barbarismo cuando aprenden a
cultivar la vid y elaborar el vino, por eso, si en lugar de arrojar misiles,
los aviones dejaran caer sobre los pueblos barriles, toneles, bocoyes que antes
de tocar tierra se abriesen en el aire como paracaídas, como una gran flor de
vino, y derramasen sobre los hombres su jubiloso contenido líquido, entonces,
otra armonía, otra fraternidad, otra concordia, reinaría entre las naciones.
Porque en las fronteras, en vez de crecer espinos y alzarse alambradas,
debieran crecer las vides y madurar en paz las uvas.
Al comienzo os decía que yo procedo de una
tierra bien distinta en su forma de ganarse la vida a ésta. Pero también de
gente esforzada y luchadora por la libertad como vosotros. Soy minero, de
Huelva, de las muy antiguas y muy célebres en la Historia, minas de oro y plata
y cobre de Riotinto, en el legendario reino de Tartesos. De allí salían las
naves cargadas de metales preciosos para adornar el bíblico templo de Salomón,
por cierto, que el rey poeta dejó escrito: “tiene el vino la merced de
enriquecer el talento”; y estos días, he reflexionado sobre el mundo de la mina
y el mundo de la vid: uno busca en el corazón de la tierra, está adentro, en la
oscuridad, en una perpetua noche cargada de asechanzas, extrayendo esas piedras
brillantes que crecen como un fulgor metálico en sus entrañas, enjoyando sus
túneles y galerías, que son como sus venas y arterias. Vosotros estáis, sin
embargo, en la superficie, tenéis horizonte, vivís la claridad. Para el minero
el sol es un recuerdo; para vosotros una presencia. Al minero le lagrimean los
ojos por carencia de luz; a vosotros, por todo lo contrario: por su resplandor
que ciega y encandila. Y, sin embargo, hay un mismo esfuerzo común, un empeño
que es afán y desvelo, porque ambos trabajos son la cabeza bicéfala de una
misma utopía: ser uno con la Madre Tierra. Incluso a veces he pensado que la
veta mineral, el filón de cobre o de plata o de oro, no es más que la
prolongación larga y honda bajo el suelo de las raíces de la vid. Y que, a su
vez, la uva, el racimo, es el mineral que aflora a la superficie y en contacto
con el aire y la luz se vuelve tierno y jugoso, se hace líquido envuelto en una
piel que será oscura o blanca, rosada o ambarina, según la piedra preciosa que
la produjo. Suben las esmeraldas a la superficie y se convierten en racimo de
uvas verdes.
Por eso, en esta doble metamorfosis que nos
une a quienes venimos de tradiciones y labores aparentemente tan distintas como
la mina y la viña, mas en verdad igualmente enraizadas, es para mí un placer y
un honor tender entre ambos un puente con mis palabras. Pero dice el viejo y
sabio refrán que obras son amores y no buenas razones. Y yo deseo demostrarlo
esta noche de septiembre, en el inicio de la Feria de la Vendimia, con una
buena razón, con la mejor que tengo. Dije al comienzo que acababa de publicar
un nuevo libro, sabéis que los libros son para los escritores como sus hijos.
Pues bien, para este recién nacido, yo, como todo padre, quiero lo mejor. Y lo
mejor es bautizarlo aquí, en Mollina. Sí, yo deseo bautizar mi novela con vino
de Mollina. Y voy a hacerlo. Nada tan perfecto para la creación y la literatura
que un bautismo de vino. Vosotros iniciáis vuestra vendimia y el escritor
emprende su andadura con un nuevo libro, uvas y letras de la mano. Qué mejor
entonces que este Mientras tuvimos alas, recién salido de la imprenta, comience
a andar, a volar en este caso, protegido y empujado por el vino de Mollina. Y
este ejemplar quiero entregarlo, regalarlo aquí públicamente, al pueblo de
Mollina. Lleva una dedicatoria:
A Mollina,
pueblo de la buena estrella,
pueblo del mejor vino
A Mollina:
la estrella de los vinos.
Con mi admiración y cariño,
Mientras tuvimos alas, bautizado quedas en
la religión del vino, es decir: de la vida.
¡Salud y largo vuelo!
Y a vosotros, mis queridos amigos, o ya, con
orgullo, puedo decir que padrinos de mi nueva criatura, gracias.
¡Que el vino se derrame generoso!
Las
imágenes que acompañan a este texto corresponden, la primera, al cartel de ese
año, que reproducía una obra de Antonio Díaz Berrocal, la segunda, una imagen
del pregonero fotografiado por María Clauss y, por último, el azulejo con texto
de Cobos Wilkins poco antes de ser colocado en la esquina de la Calle Nueva.
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