XXXIII PREGÓN DE LA VENDIMIA. GUILLEM BALAGUÉ. 2019
El XXXIII
Pregón de la Vendimia de Mollina se pronunció en el patio del Antiguo Cortijo
de la Ciudad el viernes 6 de setiembre de 2019.
El pregonero
era alguien muy especial. Guillem Balagué, Barcelona, 1968. Hijo de mollinata –María
Oliva García Lozano- que, habiendo tenido que sufrir una segunda emigración
–Mollina, Barcelona, Inglaterra- se había convertido en uno de los periodistas
deportivos más conocidos de la Gran Bretaña. A Mollina le regaló un pregón
cargado de memoria y de amor familiar que permanecerá mucho tiempo en la
memoria de todos.
El cartel
reproducía una magnífica obra de Jesús Zurita, Ceuta, 1974, trabajando y
viviendo en Granada, uno de los pintores jóvenes más reconocidos en España.
Para nosotros
es un orgullo poder reproducir en este blog el pregón de Guillem Balagué
García. De esta forma se podrá disfrutar de él –como de los otros treinta y dos
anteriores- cuando nos apetezca.
Éste es el
Pregón de Guillem Balagué:
Tengo
que empezar por
agradecer la invitación,
el tiempo que
nos ha dedicado, el
cariño y las
explicaciones a Eugenio,
el alcalde de
Mollina, y a Chari
que han sido nuestros cicerones
desde que llegamos
el miércoles, a la
hospitalidad del CEULAJ; a
las atenciones de
aquellos que ponen su
tiempo y su
pasión en las tres bodegas
del pueblo, como
José, de Cortijo La Fuente, como
José Manuel, el Presidente de la Cooperativa, o como Susana, en
La Capuchina; a
Francisco, concejal de
deportes, por haberme presentado al grupo de amigos que llevan el equipo Zona
Norte del que ya soy socio. A Miguel,
el historiador por
darme muchas pistas
y por supuesto
a Cristóbal Montilla por
su emotiva presentación.
Gracias a muchos más, a
todos, por hacernos sentir a mi madre, a William, a Brent y a mí, como en casa.
Como uno de cada cinco mollinatos y
mollinatas son británicos, permítanme un pequeño inciso.
For those of
you that speak
English, please forgive
me for doing
all this in Spanish. But if you want a shorter version
in English I will be happy to meet you in the bar later.
Dicen que mi
abuelo, Antonio García Ramírez,
el poeta loco,
el Jimenillos, nacido en Mollina,
escondido en la sierra de la Camorra, visitante a oscuras de su hija,
mi madre, prisionero
durante ocho años,
minero y vendedor ambulante en sus últimos días,
solía sentarse en la plaza de la Encrucijada, hoy rebautizada Plaza Málaga, a
hablar. A conversar. A recitar poemas. A discutir. Invoco hoy ese
poder de atracción para que me ayude a transitar por
mi memoria, la de mi familia, la de Mollina, la del vino de esta tierra y a
llevar a buen puerto este pregón, el pistoletazo de salida de la Feria de la
Vendimia, la culminación a la culminación del trabajo de todo un año, el
homenaje a aquellos y aquellas que
se desviven por
sacarle fruto a
la tierra y
luego comparten con nosotros
el resultado de
su esfuerzo, de
su vitalidad, de sus
dudas, de sus
aciertos, de sus
elecciones, de sus
discusiones, de sus encuentros.
Pero para los míos, este prestigioso honor
es también la clausura de un círculo que empieza con mi abuelo Antonio en una
plaza y termina conmigo en esta.
He leído el pregón de ilustres maestros de
la palabra, Antonio Gala, Rafael Alberti, José Manuel Caballero Bonald o Luis
Eduardo Aute, que escogen el adjetivo
adecuado como se elige
la uva más
indicada, Iibre de
sobras y de regates innecesarios.
Imposible competir, claro. Eso sí. Aprendí
de ellos que todo escrito necesita un tronco, como el de la vid. Pero, como
saben, la vid es una planta trepadora que necesita que la sujeten. Lo mismo un
artículo de prensa, un libro, un pregón. El tronco es la celebración de esta
fiesta. Pero debe ser sujetado por una historia, por un desarrollo. Así que
cuando me invitaron a escribir el pregón, a celebrar con ustedes la vendimia,
tuve que buscar los zarcillos, los nudos, el sarmiento. La estructura que
sujetara estas palabras.
Este pregón no será como otros, les
advierto, porque cuando pensaba en Mollina y en el día de hoy, no pensaba
solamente en vino. Se me venía a la
cabeza la imagen de mi madre, María Oliva, mollinata, de chica, subiendo a un tren
con una maleta de esas de piel cansada y oscura, pesada y sin ruedas, claro.
¿Qué hacía una niña de 15 años sola en el
tren que le llevaba a Cataluña? ¿Qué llevaría en su maleta?
Esa es la historia que quería contar. Esa es
la historia que creo que contaría mi abuelo si fuera él quien hubiera recibido
el honor de estar aquí.
Yo nací en Barcelona y, hasta estos últimos
días, había acumulado pocas imágenes del pueblo donde nacieron mi madre y mis
abuelos. Apenas unas pocas instantáneas
invisibles, unos recuerdos que no eran míos, menciones de mi madre o de mi
abuela que, aunque tímidas, acabaron siendo tan claras como el silencio de un
estadio vacío después de un gran partido.
Alguna mención a la blancura de las casas. A la calor seca de los veranos. A los ríos
donde se lavaba la ropa.
Hablo de mi madre y de mi abuela, porque en
realidad a mi abuelo Antonio, el poeta loco, apenas le conocí, aunque, como han
oído ya, nunca desapareció del todo.
Apenas oí hablar de Mollina. Era el pueblo
que mi madre había dejado atrás siendo una niña. Siempre he pensado que el
emigrante, como el futbolista que cambia de equipo, prefiere mirar hacia
adelante y no a lo que deja atrás.
Con la excusa de la invitación al pregón, de
repente, pregunté, averigüé, miré documentos, libros, fotos… Mollina pasó de ser un pueblo antiguo y
distante, el lugar donde mi madre se pasa algunos agostos para alumbrar a la
virgen de la Oliva, a convertirse en un concepto. Y en una emoción. En una
historia, en varias historias. Mollina empezó a tener rostro, empecé a sentir
Mollina.
Es
un placer llegar aquí y descubrir los viñedos con fragancias a mosto fresco. Pero
la Mollina que fui descubriendo en estas últimas semanas en conversaciones con
mi madre tenía calles que levantaban polvo, hombres a caballo y color de trigo.
Mi madre me contó que cuando era pequeña se
fue vaciando. Y que ahora, con el esfuerzo de muchos, se fue convirtiendo en un
ejemplo de fe en la tierra y en el trabajo colectivo. Solo se necesita llegar a
Mollina y hablar con los amigos de la bodega Cortijo La Fuente o la Capuchina,
o de la Cooperativa para intuir eso.
La Mollina que dejó mi madre, allá por 1962,
era un pueblo dormido, atascado, donde el trabajo escaseaba y eso que nunca
dejó de tener gente con iniciativa y personalidad. Las calles estaban sin
asfaltar, al menos en el Barrio Alto, donde vivía mi familia. Luego estaba el Barrio
de la Iglesia, con la farmacia, el médico, el Colegio de las Monjas y las
mejores tiendas, como la de ropa de los Rubios, que era donde casi todo el mundo
compraba pagando a plazos.
Mi familia vivía en la calle Alameda, cerca
de los señores Olmedo, una de las familias más influyentes. El señor Olmedo, Manolo Olmedo, el padre,
vendía agua a la gente cuyas casas no la tenían potable. Pasaba con su cuba
sujeta al caballo o al burro y la echaba en el típico cántaro por una peseta. Algunas casas sí
tenían pozos, cuya agua no servía para beber, sino para limpiar y para el aseo
personal, pero al menos no era necesario ir a Santillán o a La Fuente, que era
donde muchas mujeres, incluyendo mi abuela y mi madre, lavaban la ropa.
Mi abuela Asunción tenía una casa bonita, de
dos plantas, con el “cuerpo casa” que era como se le denominaba a una especie
de comedor, donde estaba la cocina, y
que daba por el otro lado a un patio con plantas, gallinas y conejos, que era
lo que se criaba para alimentar a la familia. Cocinaba con leña que iba a
buscar mi madre, la mayor de cuatro hermanos, y mi bisabuela, Ascensión, que
vivía en la misma casa y a la que se conocía mucho en el pueblo porque cosía de
maravilla. Repasaba la ropa de los Olmedo, por ejemplo, y eso que tenía muy
poca vista y trabajaba sin gafas ni nada.
En esos paseos en busca de leña, mi bisabuela y mi madre aprovechaban y
recogían espárragos, collejas, tagarninas, todo lo que se podía cocinar para
hacer potajes.
Como ven en la casa vivían muchas mujeres, cinco,
y un chaval, Emilio, el hermano pequeño de mi madre. Mi abuela, una mujer de entereza enorme que
falleció hace ya 24 años, no se casó. No vivió con ningún hombre. Y hacía oídos
sordos a los pocos que hablaban de pecado cuando se referían a su elección de
vida.
¿Dónde estaba mi abuelo Antonio, el
Jimenillos?
Hay que ir un poco más atrás, años antes de
que aquella casa se llenara de niños, para poder contestar.
Mucho antes de que naciera mi madre, cuando
estalló la guerra, mi abuelo Antonio tenía 23 años y ya era secretario de las
Juventudes Socialistas en la zona. Era
un chico muy popular. Escribía
comparsas, canciones, le gustaba mucho recitar, era tertuliano, un placer
escucharlo. Y tenía lo que hoy se dice conciencia social.
Había
nacido en una zona
de cultivo de
ideas anarquistas y
socialistas. La dureza de las
condiciones de vida
invitó muy pronto
a la gente de
Mollina a adscribirse a ideas
románticas de cómo se debía vivir, a sueños de mejora.
Por ese motivo, durante la guerra, mi abuelo
Antonio recibió dos sentencias a muerte y tuvo que esconderse durante un largo tiempo
en la sierra
de la Camorra. En
las cuevas con
los murciélagos de
herradura. Cuando por un
chivatazo la Guardia Civil lo sacó de la Camorra, lo acusaron de haber quemado
los santos de
la Iglesia, aunque él
hubiera estado escondido
en la cueva cuando los santos ardieron.
Acabó encerrado 8 años. En varias cárceles.
Primero en un convento de monjas el Convento
de las Monjas hasta que
lo trasladaron a
Antequera, de Antequera
a Málaga, de
Málaga a Sevilla... Me dijeron
que le declararon persona non grata en Mollina, no podía entrar en el pueblo.
Por cierto, mi abuelo Antonio dejó una caja
en la Camorra con sus escritos, eso le dijo un día a mi madre. Escritos en una cueva. En una caja…
He soñado muchas veces que iba a caballo por la sierra y que la
encontraba. Y que al leer los escritos entendía muchas cosas, entendía incluso
esas que no tienen ninguna explicación posible. Mañana me acerco a la Camorra.
Nunca se sabe.
También la tuvieron con mi abuela porque era
la novia de Antonio, el rebelde. Mi abuela tampoco era una mujer muy al uso. Antes del inicio de la guerra, decidió con
otras chicas bordar la bandera republicana. Y se puso a desfilar por el pueblo
con la misma. Cuando el poder cambió de manos, la detuvieron y la
castigaron. Le cortaron el pelo al cero
como a sus compañeras, las pasearon por el pueblo. Igual fue por la calle del
Albaicín. O la plaza de las Flores. Les dijeron que las iban a fusilar, pero finalmente
un hombre la salvó. El médico del pueblo necesitaba enfermeras para curar a los
heridos de guerra. A eso, entre otras
cosas, se dedicó mi abuela durante un tiempo.
Asunción también cosía, ayudaba en partos,
en entierros, vestía a los muertos. O preparaba la presentación del ajuar de
las parejas casaderas: repartía los
objetos y la ropa por la habitación y la gente se acercaba a verlos y a
hacerles regalos.
Mi madre María Oliva nació estando mi abuelo
en una de las cárceles. La vida de una madre soltera no era fácil en esos años.
Pero aunque no comulgaran con su manera de vivir, me dicen que nadie
ha hablado mal
de mi abuela, valiente y trabajadora, fiel
sirviente del cortijo del Palomar durante una buena época.
Mi madre no supo hasta el día de su comunión
quién era su padre al que no había
visto nunca. Hasta
que un día,
con 9 años,
enferma de algo
entre pulmonía y sarampión,
mi abuela Asunción
hizo llamar a
mi abuelo Antonio, que
ya había terminado
su periplo carcelero.
De noche, mi abuela
sacó a mi madre liada en una manta a la casa de
enfrente, que era de Teresa “Lahiga”, para que mi abuelo la viera a escondidas
por primera vez.
Esa
noche mi abuelo
contó a su
Asunción y a
mi madre que,
tras acabar los años que le correspondían de cárcel, le
dijeron que tenía que decidir. Y como era persona non grata en el pueblo y no
podía volver, le dijeron, "o te vas a Cuba, o a Rusia, o a las
minas de Asturias, que hacen falta mineros" y escogió irse a las minas.
Allí trabajó hasta que se puso enfermo.
Mi
abuelo Antonio siempre
dijo que el
amor de su
vida fue su
Asunción. Siempre creímos que era un amor correspondido, aunque callado.
Una vez mi madre le preguntó a mi abuela por qué no se casaron, si claramente
estaban enamorados. “Niña”, le dijo mi abuela, “eso de enamorarse, ¿qué es,
Olivita? ¿Para qué sirve?”
Muchos años después, mi abuelo le pidió la
mano a mi abuela en mi bautizo. Los dos ya más cerca de los sesenta que de los
cincuenta. “¿Ahora, Antonio?” le dijo mi abuela. “Ahora ya es tarde.”
Mi abuela Asunción le dijo a mi madre siendo
todavía una niña que debía salir de Mollina. No lo entendía bien mi madre,
porque a los 12 o 13 años uno se imagina que lo que tiene delante es todo lo
que hay. Años después supo por qué: no veía futuro para su hija.
Los pueblos se vaciaban, se pasaba hambre,
las máquinas hacían la faena de los obreros agrarios. Mollina tenía 5098
habitantes censados en 1950. En 1975, tras más de 20 años de emigración,
Mollina se quedó en 2868.
Había otra cosa: sería
siempre la hija
de una madre
soltera. Estaría siempre
señalada. Mi madre se torteaba con los que decían que tenía dos o tres padres,
le daba
puñetazos al que
se atreviera a
hablarle así. Pero
ciertamente mi madre empezó
a irse, primero
a Antequera. Allí
estuvo en el
colegio de la Inmaculada, viviendo con su madrina. Ya no
quiso volver más a Mollina. Venía un par de días y quería salir corriendo.
Un día mi abuela le dijo que cogiera la
maleta más grande, esa que pesaba un quintal,
y que se
fuera lejos, donde
pudiera progresar, que había
unos familiares en Girona
que la cuidarían.
La hija de
la vecina Teresa
“Lahiga”, María Teresa, estaba de viaje de novios en Mollina y a la
vuelta se llevó a mi madre con ella
a Cataluña, donde
vivía con su
marido, Mariano. Mi madre tenía 15 años y el viaje duró 24
horas.
¿Qué llevaría en la maleta mi madre?
Esto fue lo que puso en la maleta: un abrigo
azul marino que le había hecho su madre, y que servía para vestir pero también
de manta. Era el único que tenía y el que vestía el día que conoció a mi padre.
Llevaba también un par de faldas, unos
zapatos, ropa interior
y un libro
de Gustavo Adolfo
Bécquer. En fin,
no mucho. En realidad, pesaba más la maleta que lo que llevaba dentro.
Años
después cuando mis
padres, ya instalados
en Barcelona, pararon
en Mollina de luna de miel se llevaron a Elena, la hermana de mi madre.
Así iba la cosa. Era agosto de 1966. Por aquel entonces mi abuela Asunción
había hecho un cuarto de baño, ya había
agua potable en casa. Se estaban asfaltando las calles del barrio alto y
haciendo las aceras.
Mi madre no recuerda que se hablara de vino.
En las bodas, en esas en las que trabajaba mi abuela, se bebía vino, agua o
anís, no se conocía la cerveza. En la casas, claro que había vino, sobre todo
vino de Málaga, que era una cosa que daban a los niños con una yema de huevo si
no comían mucho. Eso o quina. Pero, ¿viñedos? No recuerda ver muchos. Cuando se
salía a pasear, además del trigo lo que se divisaban eran sobre todo olivos.
Unos años después el resto de mi familia,
con mi abuela Asunción a la cabeza y sus otros tres hijos se vino a Barcelona.
Mi bisabuela, la que salía por el campo en busca de collejas y ramas, no quería
venir a Cataluña, así que al principio se
quedó en Mollina.
Pero sus hermanos
también marcharon, y mi abuela Asunción le
dijo, "sí o
sí te vienes
con nosotros, aquí
no te quedas
sola". Y acabó por venir. La
recuerdo como una foto antigua: vestida de negro, sentada en una silla pequeña,
acento andaluz de recién
llegada. Vivía como si nunca hubiera dejado el pueblo. Nadie le arrancó
Mollina.
Mi
abuelo Antonio, que
para un niño
de cinco años
parecía un señor
muy mayor, se murió con 61 años, en marzo de 1973.
Como
no había llegado
todavía la democracia
y nos dejó
sin que le
dieran permiso para volver, dejadme que me aproveche por un segundo del
espacio que me confiere
ser el pregonero
de vuestra Fiesta
de la Vendimia
para declarar a mi abuelo Antonio persona grata de Mollina.
“Puedes
volver cuando quieras,
abuelo. Las puertas
están abiertas para
ti y todos aquellos que no
pudieron volver. Tenéis que ver cómo los mollinatos y las mollinatas han
devuelto de luz y riqueza, de iniciativa y trabajo, cómo han llenado de
viñedos y del
mejor vino, este
bello rincón del
mundo, que es vuestro, que es tuyo, abuelo”.
En continuas visitas a Mollina que fue
haciendo mi madre, y de camino a la iglesia
para alumbrar a
la Virgen de
la Oliva, fuimos
divisando los viñedos incipientes, la
gente reformando sus
hogares, cambiando las
ventanas, poniéndolas al día. Algunas familias que habían emigrado
empezaron a volver, construyeron casas y ayudaron a reunir barrios dispersos.
Allá por el 85 u 86 le contaron a mi madre que se hacía vino en Mollina, que
había bodegas.
Ahora, dice mi madre, da un gozo de camino
al pueblo ver entre los campos de olivos
- que están
limpios, limpísimos- esos
hermosos viñedos... Menudo cambio.
Mollina es, por supuesto, la tierra donde
crece ese viñedo, pero es sobre todo su gente, estén aquí o allá, se hayan
quedado o hayan salido a ganarse el pan con la resistencia y entereza con la
que nace y crece el mollinato y la mollinata. Mis abuelos, mi madre, salieron
de aquí, formaron una familia y sobrevivieron en Cataluña, conquistaron un
trozo de aquel pueblo, ayudaron a que creciera, y no hay ningún catalán que no
lo sepa y no lo aprecie.
Yo también salí de casa, de Barcelona, y
busqué mi sitio en el mundo, en Inglaterra en mi caso.
Siento
que hoy no
estoy en deuda
con el mundo,
que he conquistado
mi destino, que estoy
disfrutando del camino.
Pero me faltaba algo. Había un
vacío, una parte de mi historia que desconocía. Ahora ya sé de dónde me sale
tanta fuerza.
Del mismo sitio donde se conjura la magia
del vino que vamos a beber estos días.
Soy de Mollina. Soy de aquí.
Lo anuncio con orgullo. Y vengo a
celebrar con vosotros la fiesta de la vendimia. Salud.
Las fotografías que acompañan a
esta publicación son, en primer lugar, el cartel de Jesús Zurita y una imagen
de Guillem Balagué tomada por Stuart Ballard y aparecida en el Dayly Express. En
cuanto esté el azulejo con sus palabras se pondrá en este lugar.
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