REPASO A LOS NÚMEROS 101 A 105 DE LA RAZÓN. 1932-1933


Fotografía de Carlos Saura tomada en la España de mediados del siglo XX.




El último número, el 101, del año III de La Razón, semanario socialista antequerano, salió el día de Navidad de 1932. En él no aparecía nada relacionado con Mollina.

El primer número del año IV, el 102,  apareció el día de Año Nuevo de 1933. Mollina aparecía como un  escenario de paso para ir a La Alameda en un relato firmado con pseudónimo que salía en la página 3:

Gajes profesionales

—Incorpórese, señor Lenteja, que le llama el director.

 Estas palabras fueron pronunciadas por el ujier de nuestra Redacción, hombre de carrillos mofletudos y engalonado, porque queridos lectores, nuestro periódico es tan humilde como sus colaboradores y organizaciones que le sostienen, pero está montado con todos los adelantos modernos. Tenemos teléfono número 606; calefacción a picón; W. C. de cuartel y un portero con más botones que hay en El Barato.

Restregándome los ojos con los dedos y éstos con las caderas como medida de higiene, me presento al terrible Prieto, que me dice con la misma energía mandadora que un teniente patatero:

 —Señor Lenteja, marche inmediatamente al pueblo de Alameda y traiga información de cierto sector político que se ha desmembrado.

 Y uniendo la acción a la palabra, abre la gabeta (sic) y ¡zas! me larga siete pesetas.

—Pero, don Prieto, ¿cómo voy a hacer ese servicio con tan pocos “jallares”? ¡Ni que vaya en el cochecito lerén!

 — ¡En el autogiro Lacierva!—exclama el director.

Y temiendo al rancio sermón: «sacrificio, fraternidad, uno para todos y todos para uno», salgo disparado pensando que lo de igualdad es filfa, porque él viaja en el Lipi. Y aquí me tenéis, queridos lectores, en la puerta de Curro por si el camión me quiere llevar en la baca, cosa que no es posible, porque todo un redactor de mi calibre no puede ir en calidad de bulto.

Menos mal que yo tengo muchas simpatías y mi amigo Copita me presta su H. P. dos ruedas, y remedando a un gallego que no es a don Camelo y sí un afilador, me embalo en la cuesta de las Albarizas y voy a penar a la Caleta de Mollina.

Un surtidor del monopolio de La Palma refuerza la tracción del H. P. y pronto doy vista al simpático pueblo que vió ensangrentadas sus calles por los guardias pretorianos, como dice nuestro director.

Paso ante un establecimiento cuyo dueño joven y corto de vista me despacha un mediante y una lata de sardinas, porque la dieta no da para otra cosa. La curiosidad aproxima a varios desocupados que, mirándome a hurtadillas, no saben como (sic) entablar conversación.

—¿Qué se trae por aquí, tocayo?—me dice un vejete con aire bonachón y aspecto de buen hombre.

—A comprar cochinos, abuelo—, le contesto. Rápidamente dirige la vista a la acera de enfrente, pronuncia unos vocablos que no apercibo, y se marcha sosteniéndose en un garrote que lo declaro excelente abrigo para suegras.

Fijo la mirada hacia donde el abuelo, más por curiosidad que por otra cosa, y en el sitio que fué un casino muy concurrido veo ahora un local de luto, donde solamente quedan unos butacones de mimbre que no renuevan ni en enero.

 Me dispongo a pagar mi gasto, pero el dueño se niega y a la par me alarga una tarjeta que dice: «J. N. T., Radical Socialista.» Doy las gracias, mientras voy diciendo para mi capote:—Al vejete se la pegué, pero a este no; y eso que no ve el gachó.

A un guardia municipal que se cruza en mi camino pregunto en dónde vive el que busco y me señala con el bastón la morada del mismo. Una bandera tricolor ondea sobre el balcón, demacrada y descolorida, llorando por su asta la decepción sufrida con su amo, que yace difunto.

Una puerta de cristales que empujo me presenta una exposición de zapatos, desde la clásica petenera al sufrido choclo claveteado. Un respetable anciano enjuto de carnes y encorvado por el peso de los desengaños, me mira por encima de los lentes y pregunta:

 —¿A quién busca?

— A don Curro Canilla y Cerote de Borceguíes.

 —Servidor de usted. Y seguidamente me alarga su huesuda mano, más fría que la de mi barbero.

 —Servidor—me ofrezco—: Lenteja y Cócodo de la Picadura, redactor de LA RAZON, que vengo recomendado a usted para llevar algunas noticias a nuestros lectores. No hube terminado mi presentación cuando aquel hombre, todo amabilidad, me mide de pies a cabeza, y me dice:

 —¿Y tiene Prieto valor para enviarme a mí redactores de LA RAZON, con la jugarreta que me hizo volviéndome la espalda y poniéndose de parte de estos maldados (sic) socialistas y de los trabajadores de este pueblo?

 Y ni corto ni perezoso, bolea una horma del 44 para descargar en mí su cólera.

 Rápidamente acude a mi imaginación una idea salvadora y, asiéndole fuertemente por la muñeca, le digo:

 —Sujete su democracia, don Curro, que quien me envía es Villalba. Yo no sé lo que habrá ocurrido entre éstos y aquél: lo cierto es que la horma dió de lleno en mis espaldas, y con los ojos desencajados avanza hacia mi como una leona, prometiendo comerse a siete socialistas, y si por pies no salvo el tanto, hace conmigo gol sobre la puerta de Mazorco.

Como a diablo que le quitan penas, cojo la pendiente calle y paso a 120 por el establecimiento donde momentos antes estuve almorzando. El mismo vejete de antes me saluda al paso y me grita con ironía:

 —¡Tocayo! ¿Pagan bien los cochinos?

 — ¡Los cochinos, no; pero la madera la cargan bien.

La maldita cuesta, hasta dar vista a las Camorras, me viene más larga que don Inda a don Ale; pero una vez en lo llano, no digo Curro Canilla pero ni Curro Meloja me da alcance con una star.

 Al pasar por la Caleta de Mollina, oigo un fonógrafo que canta:

 En la Alamea, en la Alamea

 dan cada palo que Dios se mea.

 Perdoné parar para tomar energía, y seguí cantando:

 Y yo lo digo, y yo lo digo,

 porque la horma era de olivo.

 Ya en tinieblas llego a la Redacción, temiendo que el director me caliente la otra paletilla; pero todo amable, me abraza y me dice: «¡Eres un héroe!: Lee.—Y abriendo un telefonema que me alarga, leo:

 «Señor Lenteja: En su acelerada carrera y al paso por este establecimiento, perdió el carnet que nos identificó su condición de periodista. Lo que deseaba usted adquirir es lo siguiente: El jefe político que representa a don Ale se ha quedado solo y con la bandera embalconada. Sus huestes son ahora del coloso de las nacarantas y de su capitán en este distrito el semental de las Cuevas. Cuando adquirir cochinos quiera, avise y se le indicará adonde se ha mudado el cebadero.—EL VEJETE DEL GARROTE.»

El número 103, correspondiente al día 8 de enero de 1933 traía una crónica de vida social:

Un acto civil

 Ha sido inscrito en el Registro civil con el nombre de Elena una niña, hija de nuestro estimado compañero Francisco Porras Gálvez y su esposa Elena Lozano Galisteo.

El acto, que fué concurridísimo, revistió gran importancia.

 Tanto la madre como la recién nacida gozan de buena salud, no obstante haber desafiado estos compañeros la omnipotencia del “pichón” que es todo el espíritu santo y las iras de la clerigalla nauseabunda que en grado superlativo abunda en este pueblecito, víctima del caciquismo más reaccionario, monárquico y oscurantista que hay en todo el planeta.

 ¡Bastante han comerciado los clericales con el agua del Jordán y con la incultura del obrero!

Felicitamos sinceramente a nuestros compañeros, y deseamos cunda este ejemplo cívico entre la clase obrera.

 FEMIO RENALDS.

El número 104, de 15 de enero de 1933 traía en su página 3 este relato contra la hipocresía:

A LA PUERTA DEL TEMPLO

La súplica de un ángel

Envío: A todas las religiosas, beatas e hijas de María. A todas las hermandades, cofradías y simpatizantes de la «santa madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana».

 Con respeto.—El Autor.

Una mañana fría del mes de diciembre del presente año, acurrucado, envuelto en harapos, tiritando y medio muerto de frío, cubierto el rostro de mortal palidez, un niño de corta edad—nueve o diez años—, a la puerta del templo, extendía su manecita implorando a los “fieles” que salían del sagrado recinto «una limosnita por el amor de Dios».

 Había en su mirada tierna, melancólica, todo un poema del dolor.

 Al extender su manecita e implorar con dolorido acento una limosna, mostraba su alma pura a través de sus pupilas, todo candor e inocencia.

 Yo, improvisado observador, me impresionó tan intensamente la escena de que fui testigo que durante algunos días la he llevado en mi mente en toda su cruel realidad, y no he podido por menos que tomar la pluma para relatarla.

Mil ideas pasaron por mi mente. Mil pensamientos cruzaron por mi imaginación. Recordé ¡con pena, con rabia! que aquel día era Pascua de Navidad, que en la iglesia se celebraba aquella mañana una solemne función religiosa para adorar y festejar el nacimiento del hijo de Dios.

Recordé asimismo lo que podría decir el sacerdote desde el pulpito a sus fieles religiosos. Calculé cuánto se derrocharía en incienso, cera, música, telas vistosísimas bordadas en oro para vestir las imágenes, objetos de lujo en el altar, cruces de plata labradas, joyas, imágenes de rico y delicado arte.

Colgaduras de seda y terciopelo para revestir las paredes del templo... Y una muchedumbre de personas lujosamente vestidas, en su mayoría mujeres, que se llamaban hijas de María.

¡Mujeres que en el pensamiento de cada una de ellas había un hijo, pero que no se parecía en nada a aquel desgraciado niño que desnudo, descalzo y muerto de frío, pedía limosna a la puerta de la iglesia! ¡Terrible, enorme contraste!

Uno a uno, mujeres y hombres salían del templo sin dignarse mirar ni socorrer al desvalido niño.

 ¡Y venían saturados de prédicas religiosas!

¡Y habían rezado adorando al hijo de Dios que nació en un pesebre!

 ¡Y condenaban a los sayones que lo crucificaron! ¡Y se daban golpes de pecho! ¡Y elevaban los ojos al cielo en actitud de súplica!

 — ¡Hombres y mujeres: una limosnita por el amor de Dios!—era su triste cantinela.

Pasaron todos, y el niño se volvió triste sin haber recogido un céntimo. Seguramente aquella mañana no se había desayunado.

 Unos obreros que formaban un grupo en la plaza pública, lo socorrieron.

 Os envío con todo respeto, beatas, este cuadro.

¿No os dice nada? ¿Nada?

 Estas cosas se sienten, cuando se tiene corazón.

UN MODESTO OBRERO DE LA JUVENTUD.

Mollina, enero.

El número 5, de 22 de enero, traía este escrito en su página 2 contra los anarcosindicalistas y en defensa de la cultura:

La cosecha 1933

Un obsequio nos ha traído el presente año, horroroso y lleno de dolor e inquietudes para los amantes del orden público y de la prosperidad nacional.

En la noche del domingo 8 del corriente, un movimiento anarcosindicalista estalla en varios puntos de España, entablándose, al querer los sediciosos asaltar cuarteles del ejército, puestos de policía, etc. etc., un nutrido tiroteo por los sectores del orden público y los sediciosos, pagando con su vida varios hombres de ambos bandos. ¡Horrible!.,. ¿Qué buscan ellos? ¿Qué fuerza o qué razón les hace armarse de toda clase de artefactos terroristas, y con un gesto trágicamente belicoso entablar la ruda tarea de matar, caiga quien caiga? ¿El hambre? ¡Imposible! Si ellos tuvieran hambre, no tendrían a su alcance esos rebosantes depósitos de armas y bombas, petardos, mecha, dinamita e ingredientes químicos de destrucción propios de un ejército en plena trinchera.

 Ellos, que en sus doctrinas detestan la guerra pintando con espeluznantes episodios la vida de las trincheras e invitando al proletariado mundial a oponerse a tan criminal asunto, ¿cómo es que en medio de la vía pública hacen ver al hombre la guerra tal como ellos la detestan (y nosotros también la detestamos), con ese carácter tan inhumano y aterrador que a los hombres conscientes nos horroriza? No tiene contestación satisfactoria. Si lo hacen para derribar a un Gobierno bien asentado en su puesto, no lo conseguirán, porque él de su parte tiene la fuerza, y le contraataca de la manera más rotunda; prueba de ello son las pasadas intentonas dominadas, de un extremo a otro, tan eficazmente conseguidas y castigados de manera un poco cruel; pero castigados como merecen por su atrevimiento de alterar el orden nacional, tan sagrado.

 ¿Qué culpa tiene el peatón que en su «trainer» loco de viandante, buscando para su hogar el bienestar a cambio de sus brazos o su intelectualidad, reciba la muerte, ajeno a todo lo que ocurre a su alrededor, por una bala traidora que hizo de él su víctima más propicia?

 ¿A quién culpar? A ellos, a los alteradores del orden, sean cualesquiera su interés o ideal.

Y si al conseguir su intentona revolucionaria implantaran su régimen, ¿qué sería de nuestra España, cuando una República de trabajadores (un paso hacia el ideal que ellos aman) no sabemos vivirla?

 Dolorosos son todos estos casos ocurridos en nuestra madre patria desde la implantación del nuevo régimen, que debiéramos amar sobre todas las cosas, ya que ha conseguido algo en beneficio de nuestro bienestar que no queremos verlo porque nos ciega la pasión política, que nos está embruteciendo a todos los ciudadanos con tanta propaganda banal y excesivamente revolucionaria. El que habla, siembra; y el que escucha, recoge. Ellos, los oradores revolucionarios, han sembrado mucho en tierras poco habituadas a saber separar la hierba mala de la semilla fecunda, y ha nacido entre lo bueno lo malo y detestable, y hoy es imposible separar la cizaña de los sembrados.

 Prueba de ello es el movimiento trasladado a varios pueblos andaluces, ni capaces de concretar lo que tienen en sus meollos, culpa de los sembradores de ideas pseudorevolucionarias.

Si desde un principio esos pueblos desgraciadamente analfabetos, en vez de oir palabras bellas salidas de bocas poco habituadas a decir verdades, ponen su atención en ilustrarse lo debidamente necesario para tal concreción de extractar lo que les han dicho, protestarían de sus obras y enseñarían a aquéllos que quieren engreírlos con cosas absurdas (dada la incapacidad en que nos encontramos) a enseñarles el camino a seguir para no tropezar y caer en el abismo de la incertidumbre.

 Si todos nosotros, los trabajadores, nos dedicáramos exclusivamente a la cultura de los libros de texto y a soltar toda la escoria del no saber, al mismo tiempo de ayudar al que no sabe, nadie, ni con razón ni sin ella, nos haría volver a dar un paso atrás cuando está dado ni escuchar noticiones baladíes de hombres hechos para empujar a las masas hacia donde ellos quieren.

 Un pueblo es muy fácil de llevarlo al fracaso: basta con que un orador desde una tribuna improvisada lance vocablos vanos llenos de amor hacia la masa y de adjetivos a un enemigo que no existe, para que el pueblo se lance al fracaso.

 Así nos han llevado a la guerra: un orador, varios retumbantes artículos de fondo, un poeta que en animosos endecasílabos nos recuerda las viejas guerras históricas, carnicerías sangrientas, y unas cuantas burguesitas que con una bandera nos cantan himnos de belicoso extremismo, declarando cobarde a quien no se encuentre capaz de matar semejantes, hijos como nosotros de madres que sufren como nuestras madres sufren, hermanos, en fin, que por ser proletarios estamos dedicados a asesinar en las trincheras.

 Estas son las cosechas de los pueblos que escuchan a sembradores de cizaña.

 EL CABALLERO DE LA X.

 Mollina y enero.

En la página 4 y dentro de la sección Petardos forasteros aparece esto que en su día se entendería bien por aquí. Hoy, casi ininteligible:

El maestro Canilla tiene fama de bueno, y lo es. Y si no, que lo pregunten a Joserilla o a los que arrancaron olivos al Pildirico en término de Mollina, a quienes el maestro recomendó a su sobrino político en dicho pueblo.

Algo más arriba el que fuera alcalde y volvería a serlo poco después de salir este artículo escribía contra los propietarios:



¿Quién tiene el resorte?

 En Mollina, queridos lectores de LA RAZÓN, con arreglo al plan del laboreo forzoso, deberían en todo tiempo faltar obreros. Mas he aquí que la Policía rural de este término ha hecho unas cuantas denuncias mostrándose disconformes dos patronos, don Fermín Garrido y don José Carrión. Este último tenía obreros de Alameda escardando, y los despidió por exigirle que cumpliera la ley de términos, no admitiendo a los de Mollina, ni pagó dos días que los mandó el alcalde de este pueblo.

 Los patronos que están conformes con el laboreo no llevan el personal que les corresponde para terminar en la época.

 Además, los trámites para determinar el cumplimiento del laboreo forzoso son muy largos, resultando que cuando llegue a cumplirse la ley, los obreros se han muerto de hambre. ¿Y quién es responsable?...

 Sobre esto llamo la atención al señor Gobernador de la Provincia, para si lo cree en justicia aplique sanciones a los que burlan la ley, para que las autoridades locales puedan resolver conflictos obreros con el mayor interés y que no sirvan los alcaldes de maniquíes de la clase patronal.

 Y ruego por segunda vez al señor Gobernador active las dependencias que resuelven estos asuntos obreros, que creo que aquí está el resorte.

JOAQUÍN MEJÍAS.

 Mollina.




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