X PREGÓN DE LA VENDIMIA. FRANCISCO FORTUNY. 1996

Cuatro
poemarios había publicado ya Francisco Fortuny, Málaga, 1958, cuando vino a
pregonar la Vendimia de 1996. Según Ruiz Noguera «un poeta radicalmente
clásico, radicalmente moderno, hiperculturalista, erudito, amoroso, sacro,
egocéntrico en el sentido puramente etimológico del término, de perfil
extravertido...»
Lo cierto es
que, literariamente hablando, el pregón de 1996 mejoró en mucho al anterior.
El
cartel de ese año recuperaba la categoría que no debía haberse perdido. José
Antonio Díazdel plasmó la alegría de la fiesta con su estilo personalísimo.
Éste es el pregón de 1996:
La misión que esta noche se me asigna, la de
pregonero de esta Feria del Vino de Mollina, es, en mi caso, un tanto
desproporcionada, por no decir impropia: según el diccionario, pregonar es
hacer pública proclamación en voz alta de las excelencias de una cosa que
conviene que todos sepan, y es obvio que cualquiera de todos ustedes, vecinos
de Mollina, saben mejor que nadie las excelencias de su propio pueblo, de modo
que mejor que nadie ustedes están capacitados, más que cualquier foráneo, como
por ejemplo un servidor, para promulgar las alabanzas de este pueblo, de esta
tierra, de sus productos agrícolas, de su vino y, por último, de sus fiestas.
En efecto, yo conozco Mollina desde fuera y
desde relativamente lejos, mientras que ustedes la conocen desde dentro y, más
que de cerca, a base del íntimo y estrecho contacto y roce de la brega diaria,
por lo que, por todo ello, deberían haber sido ustedes los designados para que
me pregonaran a mí, y no a la inversa.
Sin embargo, algo conocía yo, antes de haber
sido encomendado para esta honrosa tarea, sobre las excelencias de la tierra
que pregono; y lo conocía no tanto por un mérito especial de mi humilde
sabiduría, cuanto por tratarse de un conocimiento de dominio público, de una
noticia continuamente emitida por Radio Vox Populi. Porque todo el mundo, cuando
oye el nombre de Mollina, lo asocia automáticamente al concepto de cultura, lo
que la convierte en villa singular y famosa.
Confieso que, antes de venir a visitarla, lo
único que conocía yo de Mollina era el hecho de que aquí, un pueblo de tan
reducidas dimensiones, tenían lugar reuniones de carácter cultural únicas en
Europa, por ser este pueblo sede del Ceulaj, entidad única de su especie en
toda Europa, que se dedica, como todos sabemos, al desarrollo de la cultura.
Y esto que en un principio puede parecer una
contradicción para más de un ignorante de ciudad de esos que piensan que en el
campo sólo hay ignorancia, a poco que se rasque bajo el velo superficial de las
apariencias y se piense con un mínimo de hondura y seriedad, resultará ser, ya
no una contradicción, sino por el contrario la más lógica y consecuente de las
tautologías.
Mollina es un pueblo que vive de la cultura
y de la agricultura, palabra ésta última que según su etimología latina
significa cultura del campo. Y creo que puedo demostrar que la cultura del
Ceulaj y la cultura del campo están emparentadas, y que es de pura lógica que
en una villa agrícola, en un pueblo de trabajadores de la agricultura se
construya una sede para el desarrollo de la cultura. Quiero llamar la atención
sobre los significados de estos términos relacionados todos por su raíz latina:
un hombre culto, un hombre cultivado es alguien que ha sometido la maraña
frondosa y de su inteligencia virgen y salvaje a la disciplina ordenada y sabia
del cultivo de sus contenidos de conciencia. Porque ser culto, cultivado, no es
atiborrarse de saber y conocimientos: eso es erudición; ser culto o cultivado
es poner en orden y concierto unas cuantas ideas fundamentales o germinales y
quemar la maleza inservible y dañina de tantos literales prejuicios como
abundan en las mentes incultas, para evitar que el exceso de su confusa
proliferación no impida la cosecha posterior de aquellos frutos del espíritu en
que se habrán convertido, con el tiempo y los cuidados del cultivador, aquellas
ideas antedichas que en su día se sembraron, regaron, abonaron y etcétera.
Pero, por otra parte, hay que recordar que
las primeras culturas que tuvieron lugar en este mundo, las primeras que así
pudieron llamarse con propiedad, nacieron a la vez que el invento de la
agricultura allá por el neolítico, cuando los seres humanos decidieron cambiar
su vida salvaje, o al menos asilvestrada, y nómada de cazadores y recolectores
de bayas y frutos silvestres, de seres humanos que vivían de lo que la
Naturaleza caprichosa les prodigaba, por esta otra vida de dominadores de sus
recursos: aquello dio lugar a los primeros monumentos culturales, en donde se
rendía agradecido culto a la Madre Naturaleza y a las divinidades que la
representaban en los sagrados escenarios de ritual y culto, y se le agradecía a
la Madre Tierra que se dejara cultivar para aumentar su fertilidad y su
productividad; y en recompensa de tanta gratitud de hijos trabajadores de la
tierra, la Diosa Madre hacía que los cultivadores se fueran a sí mismos
cultivando con su culto y sus cultivos, y los cultivadores, cultivados al fin,
dejaban de ser nómadas silvestres, y creaban cultura. Porque su agricultura, su
cultura del campo los cultivaba a ellos a la recíproca.
Mucho más tarde nacieron las ciudades y con
ellas la civilización (del latín “civitas”, ciudad) con toda su grandeza y su
miseria. Pero ni las ciudades, ni la civilización, de la que tanto presumimos
los cultos contemporáneos, hubieran sido ni serían posibles sin la cultura de
los campos.
Es decir: el culto a los dioses de la
Naturaleza y de la agricultura fue el origen de la cultura y la civilización, y
no en vano, “culto”, “cultura” y “cultivo” tienen la misma raíz etimológica.
Sin ir más lejos, una de las manifestaciones
culturales más universales y potentes, el teatro, padre del cine, nació del
culto mediterráneo al dios Dionisos o Baco, que no es otro que un dios de la
agricultura, de la cultura del campo, concretamente de un aspecto del trabajo
agrícola que nos atañe hoy especialmente: Dionisos o Baco era, como todos
ustedes saben, el dios del cultivo de la vid o de la parra, de la uva y, por lo
tanto, del vino. Y, por extensión, de toda bebida espirituosa.
Hoy día, bebida espirituosa es sinónimo de
bebida alcohólica, con todas las connotaciones a menudo negativas que tales
expresiones tienen en nuestro mundo hipócritamente puritano. Pero
originariamente las tales bebidas eran espirituosas porque se creía que en ella
moraba un espíritu. Un espíritu que pasaba de la bebida espirituosa a la mente
del bebedor cuando el bebedor bebía la bebida espirituosa, siendo el bebedor
poseído por el espíritu de la vida espirituosa, que, tratándose, como en este
caso, del vino, no podía ser otro que el dios Dionisos o Baco, quien le
contagiaba al bebedor la embriaguez, la euforia, la alegría de vivir que es
propia de los espíritus superiores, de los dioses. El espíritu del vino,
Dionisos o Baco, era, además, especialmente alegre, y en la época de la
vendimia las fiestas y las ferias del vino eran no sólo descanso y ocio y
diversión del esforzado trabajador, sino también una celebración sagrada de la
alegría divina de vivir.
Por todo esto, vecinos de Mollina, pueblo de
trabajadores de la cultura y de la agricultura, me permito proponeros que
retomemos un antiguo rito que nos convierta un poco en criaturas divinas que
celebran su alegría de vivir y, alzando las copas de este vino que es hoy el
objeto de nuestra celebración, brindemos por la buenas y abundantes cosechas
conseguidas a base de trabajo conjunto y solidario, tan propio de esta zona del
mundo en donde impera la cooperación, porque todos sabemos que Mollina es el
pueblo de las cooperativas, brindemos por la prosperidad, pero también por la
victoria de nuestra lucha contra la pobreza, entonemos un canto de
agradecimiento al espíritu del vino por darnos cada año esta oportunidad de
compartir el triunfo de una buena vendimia.
Celebremos el don de estar contentos y
alegres, por no decir borrachos de satisfacción por la tarea al fin llevada a
término, porque la borrachera es un don del espíritu exaltado por el otro que
habita en el licor, la sangre de la tierra, el vino que cantaron los poetas de
todas las culturas.
Porque el vino, además de licor, es todo un
símbolo, un emblema de gozo no sólo terrenal sino también de arcanos inefables
que no pueden hallar otra expresión mejor que la embriaguez para comunicarnos
la experiencia de las cosas trascendentes, porque todos los espirituales,
filósofos y místicos y sabios y herejes y poetas de todas las civilizaciones y
culturas que alguna vez han sido pobladoras del mundo y de la Historia, han
usado los misterios gozosos de la alta metáfora de la embriaguez del vino para
expresar las cosas que no tienen término posible en el lenguaje común del común
de los seres humanos que no tenemos ese don del éxtasis celeste. Pero que sí
tenemos este otro don divino del éxtasis terrestre cuando, por celebrar los
ocios merecidos por el cooperativo esfuerzo de un año de esperanza, nos
reunimos de nuevo a beber y reírnos, a emborracharnos lo mismo que San Juan de
la Cruz cuando bebió su alma de la Interior Bodega del Amado, lo mismo que
Hafiz el persa cuando usaba y hablaba del vino como única metáfora posible a la
hora de expresar el éxtasis del amor imposible, lo mismo que Omar Jayyam, otro
persa, que habló y bebió del vino para olvidar el sufrimiento de su falta de fe
en la justicia de Dios y de los hombres,
lo mismo que otro escéptico, el argentino Borges, que, frente al trago
terrible de sentirse mortal, proponía el antídoto dulce de otro trago, el del
vino, celebrando el acierto del inventor anónimo de esta única alegría, lo
mismo que nosotros olvidamos ahora las faenas de la larga faena, y la tristeza
crónica del mundo, que hoy no debe
afectarnos en la fiesta del vino, y rogando a su espíritu sea propicio el
Destino, mi pregón u oración profana aquí termina, para que empiece el goce de
la feria del vino, de la Feria del Vino.
Las imágenes que acompañan este
texto son una imagen del pregonero y el cartel de Díazdel.
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