XII PREGÓN DE LA VENDIMIA. MANUEL ALCÁNTARA. 1998

Creemos que son
dos los pregones desaparecidos. El primero de ellos es éste de Manuel
Alcántara, Málaga, 1928-2019. Para la edición que el Ayuntamiento de Mollina
hizo de los pregones en 2014 el autor envió el texto que reproducimos más
abajo.
Poeta popular,
era más conocido como articulista. Empezó en la prensa del Movimiento, llegando
a conseguir uno de los premios XXV AÑOS DE PAZ con un artículo que acababa con
esta frase: Paz de Dios para la paz de
esta España en paz, frase que demuestra su dominio del lenguaje. Ya con un
talante mucho más liberal escribió una columna diaria entre junio de 1989 y
2019 que se publicaba en las cabeceras pertenecientes al grupo Vocento.
El cartel
utilizaba una obra de Francisco Gómez, de Mollina.
Éste es el
texto publicado en la edición del Ayuntamiento de Mollina.
Hace casi diez siglos que está viendo crecer
las vides desde abajo y, sin embargo, seguimos brindando por él. Jamás hemos constituido
una sociedad al estilo de «los amigos de Bécquer o «los amigos de los
castillos» porque creemos que eso de las amistades debe ser algo recíproco, y,
desdichadamente, aquel remoto Anacreonte persa no puede correspondernos. Pero
somos amigos de Omar Khayyam, o Kheyyam, o Jayyam, o como quiera escribirse su
nombre. Le recordamos muchas veces al abrir con respeto una botella de ilustre
vino rojo y también cuando corre el vino blanco y lenguaraz de las mañanas en
las pocas tabernas que nos van quedando. Esas tabernas democráticas y
hospitalarias, con mostradores de cinc o de madera memoriosa, donde se
inscriben las circunferencias de los vasos...
La palabra «taberna» sale mucho en las
«rubaiatas». Se conoce que el clásico no era de esos acreditados pedantones
«que se creen que saben porque no beben el vino de las tabernas». Y él sí que
sabía cosas. Matemático y astrónomo, publicó un tratado de álgebra que seguía
estando vigente durante el siglo pasado. En los ratos libres –cuando estaba
ocupado bebía vino y escribía versos– se hizo médico y alquimista. Como además
era arquitecto construyó algunas fortificaciones, y como estaba preocupado con
el Tiempo, con mayúscula, inventó un calendario. Un gran tipo, de esos que
entran pocos en siglo. Todo lo hizo muy bien, incluso las digestiones; pero
sólo nos quedan sus poemas. Una especie de metafísica etílica sigue aromando
las páginas inmarcesibles:
Renuncia a todo en este mundo: fortuna,
honores, poder. Nada pidas ni desees, sino vino, canciones, música, amor...
No es la suya una predicación desolada, ni
mucho menos. Se puede ser escéptico y jovial al mismo tiempo. Además, él creía
en algunas cosas («afecto, amor, comprensión; he ahí los cimientos de la vida»)
y sospechaba otras. Lo que postula es una suerte de realismo, y en vez de poner
su esperanza en el más allá la ponía en el más acá. La presencia de Alá no la
veía absolutamente clara; pero su agnosticismo de aquel entonces está lleno de
vitalidad:
Los mercaderes de ilusiones garantizan que,
a una gran distancia, allá, en el más allá, está lo que llaman Paraíso... En
homenaje a tantas maravillas ¡dame a borbollones del vino color de rubí!
Color de rubí, o de sangre desleída, o de
trigales arrepentidos, que cada uno tiene su tiempo y su ocasión. El vino ha
alegrado, desde antes que nadie lo dijera, el eventual corazón del hombre. Y ya
los chinos se anticiparon a nuestro lejano poeta y descubrieron que con tres
copas ya se puede elegir una doctrina profunda. Ese leal saber y entender que
todo puede ser mejor cuando se bebe, en amor y compaña, una botella que antes
estuvo bien guardada. En los tristes países donde no hay vides rengloneadas y
no hay cosechas ni brindis se le sustituye con líquidos que abrasan la garganta
y que jamás fueron bendecidos. Pero el vino es insustituible. Nada produce sus
comunicaciones y sus solidaridades. Por eso me he acordado hoy de aquel insigne
adicto de hace casi diez siglos, porque he tenido que responder a una de esas
encuestas donde nunca se pagan derechos de autor, en la que me preguntaban «con
qué bebida me quedaría si tuviera que elegir una sola». Intenté explicar que no
hay por qué limitar la misericordia divina; pero, puesto en esa tesitura, que
de ningún modo deseo, no vacilaría jamás. Hay amores transitorios, pero hay un
amor para siempre. Y uno, como cualquiera que tenga afición, se quedaría con
ese milagro renovable y eterno que llamamos vino. Para parecerse en algo a Omar
Khayyam, aquel viejo poeta que lo supo todo.
Las imágenes
corresponden al pregonero y al cartel de ese año.
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