XXI PREGÓN DE LA VENDIMIA. JUAN MANUEL DE PRADA. 2007









                Dentro del símil de la montaña rusa con el que venimos comparando la calidad literaria de los pregones de la Vendimia de Mollina, el de 2007 marca uno de los puntos más elevados. El encargado de darlo ese año fue Juan Manuel de Prada, Baracaldo, pero Zamora, 1970. Para cuando vino a Mollina, con veintisiete años, ya había obtenido varios premios importantes –el Planeta, el Primavera de Novela, el Nacional de Narrativa y el Biblioteca Breve entre otros – y había sido designado por la revista The New Yorker como uno de los seis escritores menores de treinta y cinco años más importantes de Europa, junto a los alemanes Marcel Beyer e Ingo Schulze, la francesa Marie Darrieussecq, el británico Lawrence Norfolk y el ruso Víktor Pelevin.

                Desde su postura honestamente conservadora, defiende su ideario en suplementos semanales y televisión. Siempre, con calidad literaria. Íntegro y fiel a sí mismo. Los comitentes de 2007 acertaron.

Otro acierto fue el cartel. María Teresa Vergara, mollinata y licenciada en Bellas Artes, fue la encargada del mismo.





Éste fue el pregón de Juan Manuel de Prada:





Ante todo, debéis perdonar mi voz. No es la voz de la estampida, ni la voz caudalosa del político, ni la voz estentórea del que predica grandes palabras. Mi voz es pequeña y acostumbrada al susurro, una voz en sordina que sólo sirve para hacer recuento de sentimientos, balance de nostalgias, inventario de metáforas. Por eso, cuando me eligieron como pregonero y anunciador de esta gozosa Feria de la Vendimia, hubiese preferido apartar el cáliz del honor que se me ofrecía: uno no cree demasiado en las proclamas, ni se siente cómodo disfrazando de arenga los latidos de su corazón. Acepté, sin embargo, por curiosidad de conocer este rincón privilegiado, bajel de paredes encaladas y oleaje de viñas en lontananza, y también para saborear vuestro temperamento cálido y generoso, vuestra gustosa compañía que hoy es mi lenitivo y también el acicate de mi voz. Acepté también por probar el sabor de vuestros vinos, que es la sangre que os habita, sangre doradilla, tinta o Pedro Ximén, sangre que fluye gozosa por vuestras venas y que hoy se hace estallido púrpura, racimo de unánime hospitalidad, en esta hora en que os congregáis, para escuchar la palabra de un forastero que ya se siente parte de vosotros, un retoño de vuestra frondosa vid.

También en la tierra de la que vengo, allá en la parda provincia castellana, se celebra la benefactora compañía del vino. Por eso comprendo hoy vuestra alegría, una alegría que tantas veces saboreé en mi juventud, cuando con media azumbre de vino me bastaba para sentirme en comunión con la tierra, para sentir cómo crecían mis huesos, albergando un hombre futuro. Hoy, con media azumbre de vino, me vuelvo a sentir joven como entonces, con ánimo para bautizar las estrellas que tachonan vuestro cielo, con ánimo también para piropear a vuestras mujeres en todos los idiomas del mundo. Con media azumbre de vino los pesares se diluyen, la sonrisa brilla en los dientes, el alma pierde peso y se nos sube a la cabeza en una borrachera de sueños y metáforas. Hoy volvemos a ser adolescentes, como antaño, y volvemos a ver las cosas envueltas en un halo de luz, como en los veranos de la adolescencia, cuando éramos dichosos sin saberlo, mientras nos trasegamos estos benditos vinos de Mollina, luminosos como la tierra que los ha criado, honestos como los hombres que los han elaborado, sabios como las cubas que los han custodiado, vinos que inspiran metáforas y sentimientos limpios. Y, después de trasegarlos, tendremos valor para solicitarle un baile a alguna mollinata hermosa (y aquí pido perdón por la redundancia), que tendrá unos ojos claros, como uvas traspasadas de sol. Y la noche será una borrachera de felicidad.

Como vosotros, crecí en una tierra de vendimia. Y guardo el recuerdo de los vendimiadores, aquella raza nómada y casi mitológica, como una legión de hombres con azufre en las manos y dolor en los riñones, que indagaban las vides, arrancaban racimos e iban llenando las comportas de mimbre que luego habría que trasladar al lagar, para que unos engranajes sucios de aceite o unos pies limpios de tanto caminar pisasen la uva y destilasen su licor callado, ese mosto que a los pocos meses nos abrasaba el pecho, como un infarto de alegría, y nos obligaba a pronunciar palabras en exceso optimistas o inverosímiles, esas palabras que sólo se pronuncian con media azumbre de vino entre pecho y espalda. También aquí, en Mollina, llegan los vendimiadores y se confunden entre la hojarasca de los viñedos, para rescatar un fruto dorado o moscatel, un racimo de ámbar que tintinea al calor de la tarde, como si fuese un monedero vegetal. Llegan los vendimiadores, con pieles como hollejos de una uva exprimida y cuerpos atezados de sol; por entre la carne les fluye una sangre transformada en vino por un milagro inverso a la eucaristía, un vino tibio que los alimenta y mantiene vivos, mientras encorvan su cuerpo y tropiezan entre las cepas y cargan con las comportas de mimbre, grávidas como la condena de Sísifo. Llegan los vendimiadores, con su olor a tierra y fermento, con su corazón dulcísimo como una uva pasa, con sus brazos oscuros como la madera de una cuba. Llegan los vendimiadores, con las pupilas desgastadas de paisajes, y recorren hectáreas de viñedo, y se tuercen un tobillo entre los surcos, y desfallecen de calor, pero siguen agachándose para rescatar, entre la espesura de hojas y sarmientos, un racimo, cálido y robusto como la ubre de una vaca. Llegan los vendimiadores y riegan el suelo con el sudor fecundo de su esfuerzo. Y así año tras año, por los siglos de los siglos, a la puntual liturgia de la vendimia.

He dicho por los siglos de los siglos. Quizá no exista una realidad tan ancestral, tan apegada a nuestra genealogía cultural, como la del vino. El vino, que ya fue elegido para las libaciones de los dioses paganos de Mesopotamia y Egipto, de Grecia y de Roma, fue también la bebida bíblica por excelencia, don de Dios y signo de abundancia. Para los escritores sagrados, el pueblo mismo es la viña de Dios, imagen que se prolonga hasta el Nuevo Testamento. Y la Tierra Prometida era, según nos la describieron, un país de viñedos; así que, siéndolo también Mollina, no será exagerado decir, parafraseando el dicho castizo, que “de Mollina al cielo”. La época de la vendimia era para los israelitas un tiempo de alegría, como lo es hoy para nosotros. Y el vino, como símbolo de la inmortalidad, halla su máxima expresión en la tradición cristiana, cuando Jesús –que había iniciado su vida pública transformando el agua en vino en las bodas de Caná– instituye el vino como símbolo de una nueva era, de la “Nueva Alianza”, y lo elige para quedarse entre los suyos para siempre.

Podríamos decir que el vino, antes que el perro, es el más antiguo compañero del hombre. Y, siendo su compañero, no debe extrañarnos que haya sido su más fiel inspirador, su musa más fecunda y alegre, desde la noche más remota de los tiempos, como nos recuerda Jorge Luis Borges en este hermoso poema:



En el bronce de Hornero resplandece tu nombre,

 negro vino que alegras el corazón del hombre.

Siglos de siglos hace que vas de mano en mano

desde el ritón del griego al cuerno del germano.



 En la aurora ya estabas. A las generaciones

les diste en el camino tu fuego y tus leones.

Junto a aquel otro río de noches y de días

corre el tuyo que aclaman amigos y alegrías.



Vino que como un Éufrates patriarcal y profundo

vas fluyendo a lo largo de la historia del mundo.

 En tu cristal que vive nuestros ojos han visto

una roja metáfora de la sangre de Cristo.



 En las arrebatadas estrofas del sufí

 eres la cimitarra, la rosa y el rubí.

Que otros en tu Leteo beban un triste olvido;

 yo busco en ti las fiestas del fervor compartido.



Sésamo con el cual antiguas noches abro

y en la dura tiniebla, dádiva y candelabro.

 Vino del mutuo amor o la roja pelea,

 alguna vez te llamaré. Que así sea.



Y ese vino del mutuo amor o la roja pelea es un ser vivo, dotado de alma, como nos recuerda Baudelaire:



Cantó una noche el alma del vino en las botellas:

 ¡Hombre, elevo hacia ti, caro desesperado,

 Desde mi vítrea cárcel y mis lacres bermejos,

 Un cántico fraterno y colmado de luz!



Sé cómo es necesario, en la ardiente colina,

Penar y sudar bajo un sol abrasador,

Para engendrar mi vida y para darme el alma;

 Mas no seré contigo ingrato o criminal.



Disfruto de un placer inmenso cuando caigo

En la boca del hombre al que agota el trabajo,

 Y su cálido pecho es dulce sepultura

 Que me complace más que mis frescas bodegas.



¿Escuchas resonar los cantos del domingo

Y gorjear la esperanza de mi jadeante seno?

De codos en la mesa y con desnudos brazos

Cantarás mis loores y feliz te hallarás;



 Encenderé los ojos de tu mujer dichosa;

 Devolveré a tu hijo su fuerza y sus colores,

Siendo para ese frágil atleta de la vida,

El aceite que pule del luchador los músculos.



Y he de caer en ti, vegetal ambrosía,

 Raro grano que arroja el sembrador eterno,

 Porque de nuestro amor nazca la poesía

Que hacia Dios se alzará como una rara flor.



Porque el vino que vendimiamos en las postrimerías del verano, cuando ya acecha el otoño, tiene la propiedad milagrosa de vestirnos con un traje de perpetua primavera y de hacer que nuestro corazón suba a las ramas, como cantaba Pablo Neruda:



Vino color de día, vino

color de noche,

 vino con pies de púrpura

 o sangre de topacio,

 vino, estrellado hijo

 de la tierra,

 vino, liso

 como una espada de oro, (...)



Y podríamos preguntarnos, con Nicanor Parra:



¿Hay algo, pregunto yo

 más noble que una botella

de vino bien conversado

 entre dos almas gemelas?



 El vino tiene un poder

que admira y que desconcierta

 transmuta la nieve en fuego

y al fuego lo vuelve piedra.



Y es que el vino, en fin, como sostenía Borges en un célebre soneto, es el “inventor de la alegría”:



¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa

conjunción de los astros, en qué secreto día

 que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa

 y singular idea de inventar la alegría?



Con otoños de oro la inventaron. El vino

 fluye rojo a lo largo de las generaciones

como el río del tiempo y en el arduo camino

 nos prodiga su música, su fuego y sus leones.



 En la noche del júbilo o en la jornada adversa

exalta la alegría o mitiga el espanto

 y el ditirambo nuevo que este día le canto



otrora lo cantaron el árabe y el persa.

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia

 como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.



Queridos mollinatos: que en esta Feria de la Vendimia el vino exalte nuestra alegría y mitigue nuestro espanto, que llene la noche de júbilo y exorcice la jornada adversa, que llene nuestra vida de una presente, incesante celebración. Decía el poeta Manrique que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no sabía él que hay momentos privilegiados en que el tiempo pierde su condición lineal y se vuelve cíclico o recurrente, momentos que nos sirven para recuperar la inocencia y el ardor, las efusiones del alma y el regocijo de los cuerpos. ¿No será porque, en la algarabía de la fiesta, uno encuentra, por fin, la recóndita verdad de su existencia? Ojalá esta Feria de la Vendimia sirva para abolir las componendas y embelecos que reglamentan nuestra existencia cotidiana y para explorar nuestro ser más verdadero, para ser, desaforadamente, nosotros mismos.

Las fiestas populares, ese estado excepcional del ánimo que hereda un sentido pagano de la vida y lo inscribe en el ámbito de nuestra cultura cristiana, nos permiten renegar durante unos días de esa hojarasca de impedimentos y pazguatas liturgias sociales que reprimen nuestra radical libertad. Como los sueños donde anidan nuestros anhelos menos confesables, como la indómita noche que acoge las ceremonias más clandestinas y prohibidas, la fiesta constituye un estado de excepción en medio de tantos itinerarios repetidos y tantas rutinas estólidamente aceptadas. Y constituye, también, un llamamiento a la vida, una desesperada invitación a arrancar esas rosas trémulas que incendian los sentidos y que quizá mañana ya estén marchitas.

Sólo quisiera que mis palabras poco elocuentes actuasen como un sortilegio, para que a partir de este momento los relojes dejen de dictar su tiranía y todos podamos sumergirnos en la magia del tiempo detenido. Porque eso deben ser unas fiestas: tiempo detenido que nos permite recluir en el desván las aflicciones diarias y rescatar el oro intacto de la diversión, ese oro que nunca se gasta y cada año se renueva, para hacernos revivir los olores y sabores de la infancia, las infinitas ceremonias del ardor y la exultación. Tiempo detenido que destruya la dictadura de las rutinas, tiempo detenido que anule las tribulaciones y el tedio y la murga del jefe o de la suegra o del cacique de turno. Tiempo detenido para dilapidarlo como nos dé la real gana, sin sujeción a horarios ni madrugones, tiempo detenido para amar y embriagarse, para pasear sin rumbo y ponderar la belleza de esta hermosa tierra que os ha parido. Tiempo detenido que nadie podrá organizar, porque las fiestas son un estado de excepción en el que no hay otro gobierno ni mandato que el de nuestro antojo. Tiempo detenido para olvidarse de las ordenanzas municipales y del tostón que os ha largado este pregonero que, para terminar ya, os invita a parar los relojes.

Ojalá estos días que ahora estrenamos sean una celebración de nuestra libertad intacta. Luego, de sus ruinas calcinadas, de su rescoldo todavía tibio, brotarán las plurales cuaresmas con que la vida nos tortura. Recuperaremos nuestros serviles hábitos diurnos, volveremos a rescatar el oprobioso traje del armario, recordaremos los compromisos que nos dictan las tiránicas agujas del reloj. Pero hasta que llegue la hora de aceptar esas indignas claudicaciones, aún nos queda tiempo para zambullirnos en el lago tumultuoso donde naufragan nuestros sentidos.

Es cierto que somos polvo y sombra, pero qué luminoso es el mundo mientras nos dura el vino. Escribió Baudelaire: “Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe las espaldas y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como mejor os parezca. Pero embriagaos”. Que así sea.





Las imágenes que acompañan a este texto son una fotografía del pregonero sacada de su página de Wikipedia, el cartel de ese año y, por último, un momento de la colocación del azulejo con palabras del pregonero en una fachada de La Encrucijada.






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