XXII PREGÓN DE LA VENDIMIA. BENJAMÍN PRADO. 2008
Para cuando
Benjamín Prado, Madrid, 1961, vino a pregonar la Feria de la Vendimia de
Mollina, estaba enfrascado con Joaquín Sabina en los temas del disco Vinagre y rosas que aparecería el año
siguiente. Novelista y poeta, ya venía con el Premio Hiperión de poesía por Cobijo contra la tormenta y con otros
cinco poemarios más. También con novelas y libros de relatos con bastante éxito
entre el público juvenil. Como ensayista vino a Mollina tras haber publicado Los nombres de Antígona por el que
recibió en 2002 el Premio de Ensayo y Humanidades José Ortega y Gasset.
Su
colaboración con Joaquín Sabina no es la única que Benjamín Prado ha sostenido
con cantautores. Coque Malla y Amaia Montero también han disfrutado de su
trabajo. El grupo de rock Pereza participó junto a él en la clausura de la VIII
edición del Premio Internacional de Poesía de Granada.
Una joven
Rocío Campaña, mollinata y licenciada en Bellas Artes, fue la encargada de
ilustrar el cartel de ese año.
Éste es el
pregón de Benjamín Prado para Mollina:
Ojalá sea cierto que la envidia puede ser
sana, porque tengo que admitir que yo la siento ahora, recién llegado de
Madrid, después de ver estas tierras de Mollina y pensar que vuestra vida entre
viñedos y olivos es más verde, más redonda y, sobre todo, gira en gran parte
alrededor del vino, esa droga para el espíritu que hace felices a los hombres
igual que la penicilina los cura, según afirmó su inventor, el científico
Alexander Fleming. Yo, que ya estoy en esa edad en la que, como decía el
escritor Jaime Gil de Biedma, de casi todo hace ya veinte años, no conozco
muchos científicos, pero sí he tenido el tiempo y la suerte de tratar a muchos
grandes poetas, y os puedo asegurar que si en lo que respecta a la poesía era
imposible ponerlos de acuerdo, porque unos eran partidarios de Antonio Machado
y otros de Juan Ramón Jiménez; unos batallaban en el ejército de la poesía pura
y otros en el de la poesía comprometida; unos eran defensores de la claridad y
otros de la rareza y así hasta el infinito; en una cosa todos ellos eran y son
iguales: les gustaba el vino y lo consideraban un atajo a la poesía, aunque
Ángel González era partidario de los tintos con carácter, Rafael Alberti
prefería el fino y José Manuel Caballero Bonald es un habitual de la
manzanilla, sobre todo si las uvas de las que viene han sido moldeadas por el
viento del coto de Doñana. Eso sí, Ángel González era también devoto del
whisky, esa bebida del diablo que, al menos en Madrid, ha conseguido que a
partir de las dos de la mañana sea más fácil ver a dos sirenas nadando en la
fuente de la Cibeles que a un escritor sobrio en una tertulia. El maestro Ángel
González tenía dos frases estándar para el tema: una, la usaba cuando al pedir
una copa de vino en la barra de un bar el camarero intentaba ponerle una tapa,
ante lo cual, el maestro levantaba las manos muy alarmado, como si el aperitivo
fuese un veneno, y exclamaba: “¡No, no! ¡Yo nunca como antes de beber!” La
otra, solía decírtela por teléfono, al día siguiente de haber salido a cenar y
a tomar algo con él: “Benja, quiero que sepas que, en mi opinión, anoche
salimos de aquel último bar tambaleándonos… como dos caballeros!”
Qué ganas de hacer la maleta, juntar unos
libros, huir de la ciudad y venirme a pasear por esta sierra; ir de las cuevas
de Almirez a la de la Rosa Chica, del convento de la Ascensión a la Iglesia de
Nuestra Señora de la Oliva, la Virgen que protege el estatuto del vino, que
como se sabe redactó el Premio Nobel chileno Pablo Neruda para incluirlo en su
libro Residencia en la tierra, una de las obras maestras de la poesía del siglo
XX y una de las tres cimas del surrealismo en lengua española, junto a Poeta en
Nueva York, de Federico García Lorca, y Sobre los ángeles, de Rafael Alberti.
“Estatuto del vino” contiene unos versos muy célebres que explican el amor de
Neruda por todo lo que es importante a fuerza de ser sencillo: “Hablo de cosas
que existen, Dios me libre / de inventar cosas cuando estoy cantando!” Y
también está lleno de hermosas metáforas que son como microscopios que le
sirven a Neruda para mirar dentro del vino y ver “su cuerpo de empapadas alas
rojas” o “su amapola eficaz, su rayo rojo.” Pero no vamos a hablar de ese poema
del autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada –cuya afición por
el buen vino era tan notoria que otro poeta, el cubano Nicolás Guillén, dijo en
una ocasión que si Neruda hubiera sido sincero no habría titulado sus memorias
Confieso que he vivido, sino más bien Confieso que he bebido–, sino de otro que
está en uno de los tres tomos de sus Odas elementales y que, como no podía ser
de otro modo, se llama, simplemente, “Oda al vino”. Creo que hoy merece la pena
recordarlo y paladear cada una de sus palabras por dos motivos: para celebrar
esta Fiesta de la Vendimia y porque parece escrito para vosotros, que son los
médicos y los abogados del vino, quienes lo curan y lo defienden; quienes, aún
sin saberlo, además de personas son un personaje, el comerciante que
protagoniza unos versos del poeta persa Omar Khayyam en los que cuando éste les
pregunta: “Pues si todo lo tienes en el vino, / dime tú, mercader: ¿por qué lo
vendes?”; le responden: “Poeta, porque haciendo llegar a todos mi vino, / doy poder,
riquezas, sueños, amor...; / porque cuando estrechas en tus brazos a la amada,
/ me recuerdas; / porque cuando quieres desear felicidad al amigo, / levantas
tu copa; / porque Dios cuando bendijo el agua la trasformó en vino, / y porque
cuando bendijo el vino se trasformó en sangre... / Si te ofrezco mi vino,
poeta... /¡No me llames mercader!” Quién se atreve a llevarle la contraria a
alguien que nos recuerda que en esta vida en la que a los placeres les cuesta
un mundo abrirse paso entre las obligaciones, la prisa y los problemas, aún hay
cosas cuyo precio está por debajo de su valor.
VINO color de día,
vino color de noche,
vino con pies de púrpura
o sangre de topacio, (...)
Toda pareja es un triángulo imperfecto,
escribió el novelista mexicano Carlos Fuentes. Y Alejandro Dumas, afirmaba que
el matrimonio es una carga tan pesada que para llevarla hacen falta dos
personas… y a menudo tres. Pero no sé si todo eso valdría para definir la
pareja que forman la poesía y el vino, que existe desde Homero y no parece que
vaya a separarse, porque ¿cómo prescindir de algo que, como hemos dicho, es una
droga para el espíritu y un atajo a la poesía? El propio Dumas, que algo debía
saber de este oficio y del modo de avivar el ingenio para llevarlo a cabo cuando
escribió Los tres mosqueteros, La dama de las camelias, El conde de Montecristo
y otras muchas novelas esenciales, consideraba que “la comida es sólo la parte
material de la alimentación, mientras que el vino es la parte espiritual.” Y en
cuanto a Omar Khayyam, en otro momento del poema que hemos citado asegura que
“Uno es el rey del mundo cuando tiene / una copa en la mano”. Siguiendo ese
camino, cientos de artistas de todas las épocas han cruzado cada noche el
puente que va desde la embriaguez hasta la inspiración. Es verdad que algunos
han logrado llegar a la otra orilla y abrir las famosas puertas de la
percepción, pero también es cierto que otros muchos se han propasado y han
tenido que pagar la factura del exceso con sus propias vidas, porque como escribió
el narrador Stefan Zweig, “el vino es como el amor, que a unos los reconforta y
a otros los destroza.” Por todo ello será bueno imitar los buenos ejemplos y no
olvidar los malos, los primeros porque nos sirven de modelo, y los segundos
porque nos valen como aviso. Por ejemplo, nunca está de más aprender lecciones
como la que nos dio el futbolista George Best, que cuando fue preguntado por el
modo en que pasó de ser millonario a vivir con lo justo, respondió: “Derroché
una fortuna en coches, mujeres y alcohol. El resto, lo he malgastado.”
Huyendo de Madrid, que es mi ciudad y a la
que, si me permiten hacer un juego de palabras, a veces detesto con la misma
intensidad con la que siempre la quiero, me compré hace años una casa en Rota,
Cádiz, para poder ser un poquito andaluz y para sentirme dueño del océano dos
meses al año y algún que otro fin de semana. Allí, sumando playas, bosques y
amigos, estoy siempre a gusto; pero qué buen lugar me parece también Mollina
para venir a escribir un libro de poemas entre sangre y vino, que es como se
llama un poema que Miguel Hernández le escribió, precisamente, a Neruda, “Oda
entre sangre y vino a Pablo Neruda”, en el que llama al vino “alhaja de los
besos y los vasos” y en el que explica cómo beberlo puede hacer más atrevida la
mano del poeta: “una líquida pólvora nos alumbra y nos mora, / y entonces le
decimos al ruiseñor que beba / y su lengua será más fervorosa.” Como se ve, la
leyenda de que el vino nubla el juicio y vuelve espeso el talento es
absolutamente cierta… pero sólo en el caso de los malos poetas: para los
buenos, el vino es una de las llaves de la inspiración.
Que para vosotros la vendimia sea un trabajo
y a la vez sea una fiesta me parece un detalle importante, que habla de
personas enamoradas de su oficio y agradecidas a la naturaleza que les da de
comer. En un mundo en el que tantas personas destruyen el medioambiente y
tantos especuladores transforman las selvas, los montes, los sembrados y los
valles de este país afortunado que es España en desiertos de ladrillo, resulta
aleccionadora vuestra entrega a la tierra, vuestra celebración del aceite y el
vino, a los que tratáis como lo que son: tesoros enterrados en la isla
minúscula de la aceituna y la uva, que vosotros sabéis encontrar y repartir por
este maravilloso y desdichado planeta.
Muchas gracias por haberme dado la
oportunidad de compartir vuestra fiesta y tomar parte en la alegría de la
vendimia, y por dejarme seguir los pasos que antes trajeron a Mollina a
personas de las que aprendí mucho y quise aún más, como mi maestro Rafael
Alberti; a escritores a los que admiro, como Pablo García Baena y el estupendo
Fernando Quiñones, a quien tanto echamos de menos yo y las tabernas de Cádiz; y
a amigos como José Manuel Caballero Bonald, Luis García Montero o Antonio
Soler, entre otros muchos. No hace falta más que leer la lista de los
pregoneros que me han precedido para darse cuenta de cómo las personas de gusto
exquisito son capaces de saborear a la vez el buen vino y la buena literatura.
Que tengáis una fiesta de la vendimia,
inolvidable y que cuando la celebración termine y una tarde, al pasear bajo el
sol al pie de estas montañas cuadradas de la luna que son los muros de cal de
vuestro pueblo, la nostalgia tire de vosotros y os haga sentiros igual que el
poeta César Vallejo cuando exclamó: “¡Oh, botella sin vino! ¡Oh, vino que
enviudó de esta botella!”, que cuando llegue ese momento ocurra que hayáis
dejado un pequeño espacio en la bodega de la memoria para este escritor que
huyendo de Madrid vino a dar a Mollina, pensó que este era un buen lugar para
vivir y se volvió a casa seguro de que volvería y recordando otros versos, esta
vez de Jorge Luis Borges, que también hablan del poder del vino no para
confundirnos, sino para hacer nuestra mente más clara y más reflexiva: “Vino,
enséñame el arte de ver mi propia historia / como si ésta ya fuera ceniza en la
memoria.”
Luz azul en el camino,
uva que esconde una mina;
blanca capital del vino:
viva el pueblo de Mollina.
Las imágenes que acompañan este
texto son una fotografía del pregonero tomada por Joan
Tomás, el cartel de ese año y, por último, el azulejo con sus palabras esperando ser colocado en la
Glorieta del Francés.
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