XXIX PREGÓN DE LA VENDIMIA. MARTA SANZ. 2015








Continuamos con los últimos pregones proporcionados por el Área de Cultura del Ayuntamiento de Mollina.

                La encargada de pronunciar el Pregón de 2015 fue Marta Sanz Pastor, Madrid, 1967. Poseedora de distintos premios literarios –entre ellos el Herralde de novela de 2015- Marta Sanz es una de las novelistas más leídas de estos últimos años. Doctora en Filología Hispánica escribe además en distintos medios de comunicación y ha hecho incursiones en el mundo de la edición. Cuando haya que estudiar los años de la Transición española habrá que releer a Marta Sanz. Y será un disfrute. Para los que la vivimos, lo es aún más.

                El cartel de ese año era obra de Rubén Fernández Castón, Torremayor, pero Mérida, 1981.



Éste es el pregón de Marta Sanz:



En primer lugar, quiero darles las gracias por dejarme compartir con ustedes una fiesta de alegría. No todas las fiestas lo son. Hay fiestas de martirios y dolores. Pero ésta es una celebración del esfuerzo y del trabajo meticuloso. Del buen hacer. Una fiesta para celebrar la generosidad de la tierra y la alegría. Una fiesta que tiene que ver con los buenos frutos y los buenos ratos que nos proporciona una naturaleza generosa. Una fiesta saludable y buena. Por dejarme participar de algo tan hermoso, les doy las gracias.

En segundo lugar, les anuncio que voy a compartir con ustedes algunas de mis leyendas familiares relacionadas con el vino. Algunas imágenes que permanecen en mi recuerdo y que van a hacer de este rato, a la vez, un pregón y una autobiografía. Y de ahí saldrá un género muy excéntrico, un Frankenstein, una especie de “pregón íntimo”, porque yo solo puedo hablarles de lo que sé y estoy segura de que de Mollina, su vino, la vendimia y sus bodegas, saben todos ustedes muchísimo más que yo y no voy a llegar aquí a hacerme la interesante.

La primera imagen que me viene a la cabeza cuando pienso en el vino es la de mi abuelo Ramón. Y no me viene a la cabeza porque mi abuelo fuese un dipsómano, sino posiblemente por todo lo contrario. Mi abuelo murió a la edad de noventa y tres años. Nació en la calle de la Cabeza del barrio madrileño de Lavapiés. Era mecánico de coches, le gustaban la zarzuela y los trenes, defendía con vehemencia sus opiniones y cuando miraba a su mujer se le caía la baba. Le encantaban los niños y, cuando veía por la calle a alguno especialmente rollizo y hermoso, corría hasta él como una bala, le pellizcaba los mofletes y, si la madre no ponía cara de llamar a la policía, lo achuchaba más. “¡Ay, qué criatura más rica!”, exclamaba mi abuelo mientras mi abuela le advertía de que los tiempos estaban cambiando mucho y de que cualquier día lo iban a llevar preso por abusador o por algún otro delito impronunciable.

Mi abuelo Ramón no fumaba, pero prefería ir en los vagones de fumador porque, según él, el tabaco perfumaba el tufo de la fermentación del sudor en una axila sucia. Cuando llegó la prohibición de fumar en los espacios cerrados, mi abuelo, en los cafés, echaba de menos la niebla que se va tejiendo con la hebra del humo de los cigarrillos. No daba crédito a las estaciones sin la carbonilla que se mete en la niña de los ojos, ni a las máquinas que no eran de vapor. A lo poquísimo que se tardaba en recorrer el trayecto entre Madrid y cualquier lugar de la costa.

 Aunque suene raro en una personalidad tan extravertida, disfrutona y farandulera como la de mi abuelo, él no probó el vino hasta los sesenta y cinco años. O más. Cuando, por fin dio su primer sorbo, animado por mi padre, que es una presencia casi demoniaca porque le gusta tentarnos con los vicios y placeres de la vida, mi abuelo pronunció varias frases memorables: “¡Joder, qué bueno está esto!”, “¡Pero cómo habré podido estar yo más de sesenta años sin beber!”, “¡Pero cómo no me lo habíais dicho antes...!” Creo que también nos llamó cabrones. Pero lo hizo con mucha simpatía. Desde ese momento se instauró la leyenda familiar de que la longevidad de mi abuelo no fue fruto de sus décadas de abstinencia, sino de la fruición con que se bebía sus vasos de vino durante los treinta últimos años de una vida muy larga y bastante feliz.

La segunda escena relacionada con el vino debió de dejar una mancha granate en mis propios higadillos adolescentes. Yo tendría unos dieciséis años y muchísimas ganas de reír. Fui a una taberna, próxima a la Plaza Mayor, con unas amigas del instituto y unos medio novios que teníamos por aquel entonces y que precisamente eran estudiantes en la Escuela de Enología. Allí, en aquella taberna, fuimos probando vinos, todos baratos y en vasito pequeño, con distintas denominaciones de origen. Bebimos especialmente vino de Moriles. Un, dos, tres, cuatro, tropecientos vasitos mientras la tarde iba cayendo sin sentir y sin sentir se nos hizo de noche y no teníamos ninguna gana de marcharnos a casa. El vino me entraba como si fuese agua del grifo y me iba dando una sofocación y una desinhibición que me hacía sentirme más dueña de mí misma que cuando salía y bebía refrescos azucarados u otras guarrerías condenadamente perniciosas para la salud. Cuando llegué a mi casa, no me tenía en pie. Era un odre. Un barril. Una tina. No atinaba a meter la llave en la cerradura y fue mi padre, tan comprensivo para los placeres de la vida como he dicho antes, el que me abrió desde dentro. Nada más verme pronunció otras palabras que se han quedado impresas en los anales de nuestra personal historia vitivinícola: “Hija mía, ¿te vas directamente a la cama o mojas la cogorza en una tortillita?”. Pasé una noche muy mala. Pero antes había sido inmensamente feliz.

La tercera escena se desarrolla dentro de una bodega a la que marido entró hablando a voz en grito y riendo con esa risa con la que solo él sabe reírse. Entraba en la bodega, pisando fuerte y descacharrándose, cuando alguien le llamó al orden: “¡Chissss! ¿No sabes que el vino duerme?” Y entonces a mi marido le entró una especie de reverencia sacramental y se quedó mudo. Tuvimos una epifanía: la de que el vino era un ser vivo, materia orgánica, un cuerpo bien proporcionado o chepudo, una anatomía que duerme y se despierta, padece enfermedades y se cura con ciertas medicinas. Años más tarde, visitando un museo del vino, también llegamos a comprender todas las metáforas y sinestesias que se usan para describir su sabor, su textura, su aroma, su consistencia, su origen, su color: la madera, el terciopelo, el tabaco, el plátano, la cereza, el brillo de las piedras preciosas o de los frutos en otoño.

 La cultura del vino no es lo mismo que la cultura del alcohol. El vino, el arte, la literatura, las figuras retóricas y nuestra propia vida están indisolublemente incardinados. Entonces nació en mí otra catarata de recuerdos. Recordé el episodio en que Lázaro de Tormes rellena con cera los agujeros que había hecho en el jarro del que bebía su amo el ciego. Y cómo el ciego le rompe los dientes con brutalidad por el hurto de tan precioso y reconfortante líquido. Me acordé de Los borrachos de Velázquez, que en realidad se llama El triunfo de Baco, de las horas muertas que me pasé contemplándolo en el Museo del Prado. Me acordé de lo dionisiaco, frente a lo apolíneo, tal como lo explica Nietzsche en El nacimiento de la tragedia. Me acordé de lo mucho que sufrí leyendo Dos días de setiembre de José Caballero Bonald. Del vino caliente que toman en Estonia para combatir la inclemencia de la temperatura: seis partes de vino, dos de vodka, dos de coñac, especias, calor...Yo diría que, a ese bebedizo de brujas, de vino ya le queda poco. Me acordé de las anacreónticas que siempre me han gustado mucho más que las elegías y los epitalamios. También me acordé de cómo nuestro amigo Ernesto, médico obstetra, alimentaba a su bebé con pan mojado en vino para prevenirle de todos los males y todas las enfermedades. Y de mi tío, el hermano pequeño de mi madre, entrando en la bodega de su barrio con una botella vacía de gaseosa que el tabernero rellenaba de unas tinas de detrás del mostrador. Mientras llenaba la botella, el tabernero se metía con mi tío: “¿Qué tal estás hoy, pequeño saltamontes?” Era la época de Kung-Fu y al bodeguero el cogote rapado y las piernitas de mi tío, que entonces tendría doce o trece años y aún llevaba pantalones cortos, le recordaban a las de David Carradine. Quien, no sé si lo recuerdan, también tuvo una muerte muy relacionada con el placer. Concretamente con el auto-placer y la estrangulación. Me acordé de que mi padre me contaba que, a las barricas de vino en el pueblo de sus parientes, se les echaban jamones y otros manjares para que el caldo cogiese buenos sabores y se pegase al riñón y, a través del relato de mi padre, me acordé de esa maravillosa escena de El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez en la que el asesino descubre que le acaban de dar de beber un vaso de vino sacado de la barrica donde él mismo había arrojado el cadáver de su víctima. El asesino escupe. Se delata. Y nosotros disfrutamos con una maravillosa muestra de un humor muy, muy negro. Y muy nuestro. Y muy vinícola. Me acordé de que mi madre prefiere los blancos y de que una vez un camarero nos dijo: “Si beben vino blanco, se les descompondrá el cerebro”. El camarero era un ferviente partidario de los tintos. Recordé todas las veces que he brindado con vino por la felicidad propia o ajena, de los buenos deseos, de la necesidad de convocar a la buena suerte con la palabra y con el trago reconfortante. Del buen vino que es el de la alegría de vivir, y nunca el de la murria ni el de las amarguras ni el de la violencia. Mis vinos casi siempre han sido buenos y, por eso, aquí en Mollina, brindo con todos vosotros, los vecinos y las vecinas de este excelente lugar, a vuestra salud y en honor de vuestro trabajo, sabiendo que, a partir de este instante, gracias a vuestra generosidad, me llevo otro maravilloso recuerdo del vino, de su cultura y de sus gentes, que más adelante podré compartir con otros.

El vino es su entorno y las manos que lo trabajan y viendo Mollina y a los mollinatos tengo la certeza de que estos vinos serán inmejorables. ¡Viva Mollina y que empiece la fiesta!





Las imágenes que acompañan a esta publicación son, en primer lugar, una imagen de la pregonera tomada de su página de Wikipedia, el cartel de Rubén Fernández Castón y, por último, el azulejo con sus palabras colocado en la calle de la Virgen de la Oliva.










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