XXXVI PREGÓN DE LA VENDIMIA. MIGUEL RAMOS. 2024

 Si hay algo que caracterice al conjunto de los pregones de la Vendimia de Mollina es su irregularidad. Magníficos pregones conviven con redacciones infames leídas con desgana por criaturas que no sabían ni a dónde venían, ni a qué venían. Escritos hechos con cariño y entrega por los más altos representantes de la literatura en español se ven puestos al lado de cuatro frases mal fraguadas por gente indolente en su papel pregonero. 

Eso último no ocurrió el viernes seis de setiembre de 2024, día de los santos Eleuterio, Cognoaldo, Cótido, Eva, Eugenio, Fausto, Juana, Macario, Leto y Zacarías, entre otros. Miguel Ramos, escritor, historiador memorialista, pero sobre todo hacedor de libros y luchador por la paz, nos brindó un pregón grandioso. Tras el valle, o mejor sima, del pregón del año anterior, otra cumbre. A la altura de los de Gala, Benítez Reyes, Neuman, Caballero Bonald, Quiñones, García Montero... pero con el añadido de la impronta personal del autor cuya memoria, infancia,  patria y amores están arraigados y permanecen en Mollina. 

Éste es el pregón de Miguel Ramos:



1

Tenía doce años cuando salí de Mollina. Pero creedme si os digo que nunca me he ido. En realidad, nadie se va del todo de los lugares que iluminan el cielo de su infancia, ese paraíso al que, dicen, regresamos siempre.

Sergio Pitol decía que uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios…

Si eso es así, seguro que cada uno de nosotros guarda,  en las viñas de su corazón, algún libro, alguna canción, alguna calle, algún amor, algún amigo… que nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos.

Yo vengo de una calle, la calle Pachecos, donde el nombre más pronunciado era el de Pilar, por lo que muchos la llamaban la calle de las pilaritas.

Las pilaritas eran esas criaturas de luz que te protegen de los dragones que acechan a los niños, mujeres de manos oceánicas que te cogían en brazos para subirte por los aíres, mujeres humildes que encarnaban la ternura y el prodigio de las cosas sencillas.

La calle Pachecos era, además, la calle de un señor al que llamaban Botico, de Manolo Jurado, Confite, Juan Pedro, de Mariquita y de Ignacio Pecho fuerte; la calle de la Pepillona, una mujer soberana y descomunal que parecía salida de un cuento de Cortázar; la calle de Olivilla la Chamarreta, María la Piñonate, Periquito y Olivita, de Teresita y de Paco León; también vivieron en ella Trini, la Parrala, doña Paca y su marido, don Antonio, que a la sazón era el veterinario del pueblo.

Era aquella una calle de tierra y puertas abiertas, donde los niños chocaban las bolas, bailaban sus trompos o jugaban al salto real y las niñas saltaban a la comba, jugaban a la pata coja o al gallito inglés. Mientras, un corrillo de mujeres, sentadas en sillitas bajas de enea,  hacían bailar en sus regazos ovillos de hilo bajo el cálido sol de unas tardes tibias y azules en las que todo era verdad.

Aquellos hilos, que danzaban en el ojo de sus agujas con una destreza apabullante, eran arrebatados de vez en cuando por algún gato, que los trasponía hasta lo más alto del patio de Juanito Torres.

De ese patio salió una mañana de primavera un hombre muerto. Se llamaba José Quintín Rama Pavón y le decían Quintín. Sus ojos de uva aún nos siguen mirando con asombro desde lo más alto de ese hermoso jardín de silencios que es el cementerio de Mollina. El primer muerto nunca lo olvidamos.

Una de aquellas mujeres de la calle Pachecos que manejaban las agujas del ganchillo como si fueran floretes de esgrima, era mi abuela Dolores.

La conocí siempre igual, envuelta en un luto extremo. Recuerdo sus manos antiguas, de dedos largos, casi transparentes, con un rodete blanco sujeto por horquillas de cobre, martilladas en forma de U, que a mí me parecían gigantes.

Una mujer que solo pisaba la calle para ir a las tiendas del Tornillo y de Concepción Pavías, que estaban a dos pasos de su casa. De ellas volvía con un cartucho de cebada tostada, unas cuantas onzas de chocolate de Rafael Jiménez y dos o tres arencas envueltas en papel de estraza, que luego mi tía Mercedes aplastaba en el marco de una puerta.

Su padre tocaba el trombón en la Banda Municipal de Antequera, un trombón tenor de latón dorado. Un domingo, después de un concierto en los Jardines de la Victoria, en Córdoba, cayó fulminado en el tren que le traía de vuelta.

         Cuentan quienes lo vieron que con una mano sostenía el trombón y con la otra una botella de manzanilla de Sanlúcar. No cabe duda de que aquel hombre, mi bisabuelo, que en vida se llamó Agustín Jiménez, amaba el vino tanto como amaba la música.

Fue mi abuela Dolores la que llenó mi cabeza de libros; de pájaros, diría mi madre. El primero que leí fue La cabaña del tío Tom. Luego Las mil y una noches, dos tomos encuadernados con tapa dura y forrados de tela, que me adentraron en las fantásticas aventuras de Aladino y la lámpara maravillosa, Alí Babá y los cuarenta ladrones o Simbad el marino.

Después vendría La vuelta al mundo en 80 días, la primera parte del Quijote y más libros, periódicos, revistas de cine, biografías de matadores de toros y hasta alguna novela de Corín Tellado.

Que nadie entienda con esto que en la casa de mi abuela había una biblioteca, no. Lo que allí había era una camarilla y, dentro de la camarilla, un atroje, y en el atroje torres de libros sin orden ni concierto y, junto a los libros, montones de cachuchos hechos de botes vacíos, cajitas de cartón, pequeñas botellas de vidrio y tarritos de lata.

Y es que mi abuela Dolores, además de una ávida lectora, era una gran cachivachera.

 

 

2

La Mollina de mis primeros libros era una Mollina de cantos de aceite y maletas de madera, hileras de maletas que muchos mollinatos pobres arrastraron por estaciones de luz mortecina camino de lugares que no conocían. Uno de esos lugares, y fueron muchos, eran los campos de remolacha franceses donde trabajaban de sol a sol doblados sobre su espalda. Eran los emigrantes de ayer buscando un mañana diferente.

No se me olvida que una de aquellas maletas de madera la arrastró mi padre durante años.

Sin esa Mollina de sudor derramado y de penuria, no se entiende la Mollina de hoy, la de viñas verdes y vinos alborozados. Como tampoco se entienden las otras mollinas que en el tiempo fueron. Y es que el pasado nunca se termina de ir.  

No te olvides, Mollina, de tus gentes. Fueron ellas, sus manos jornaleras, las que hicieron de este pueblo un pago de olivas; las que levantaron casas, calles, árboles y fuentes;  las que prendieron revoluciones y abrieron veredas nuevas, caminos, carreteras, escuelas; las que sembraron viñas, campos de trigo, de cebada verde y girasoles amarillos… que aquí siempre fueron pipas.

Son ellas las que han llevado a Mollina a ser la comunidad trabajadora, digna, decente y honesta que es hoy, la casa de todos, la que cuida y cobija sus anhelos.

La tierra, el agua, el cooperativismo y la viticultura son grandes hitos que nuestro pueblo ha coronado a través de la historia. Podríamos decir, parafraseando a Stefan Zweig, que los cuatro representan los nuevos momentos estelares de Mollina.

Me siento bendecido por estos hombres y mujeres que dieron lo mejor de sí, con su ejemplaridad y virtud cívica, para sacar a nuestra gente del abatimiento y la desidia y llevarla hasta las luces de la ilustración, la modernidad y el progreso; al solar de la convivencia, la diversidad y los derechos universales.

 

3

Decía García Márquez que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda.

Lo que uno recuerda de aquella Mollina de su infancia es el chisporrotear que lanzaban las botellas de Sanitex al abrirlas. Aquella gaseosa que nos trajo Teodosio Rodríguez refrescaba las largas siestas del verano asfixiadas por un calor ingobernable. El Sanitex encendía un destello intermitente de estrellitas que al chocar con nuestros rostros desaparecían con la misma rapidez con la que se marchitan los sueños al llegar la noche.

Uno recuerda los helaos de el Colorao, arrastrando un carrito de ruedas imposibles con el que recorría toda Mollina, desde la Caleta al Cerrillo, subiendo por Vallecas y las Casillas de Juan Vela. Desde el barrio Iglesia al barrio Alto, pasando por las Cuatro Casas, la calle Alta, la del Albaicín y la del Cerrillo bellotas, hasta perderse bajo la solanera por el callejón de la miseria, Morella, la Capilla, la Crujía, el Portugalejo, las Cañadas o los Fogarines. Ni un rincón de aquella Mollina de cielos desiertos y sin un alma en las calles, se quedaba sin el helao de el Colorao.

 

Lo cantaba el propio heladero, de nombre Antonio Lozano Alarcón: hay helado, rico helado mantecado decía, en mitad de esas horas solas de la siesta. Los había con sabor a fresa y a vainilla, en cucuruchos sencillos o dobles, que se deshacían por igual en la boca de los zagales.

Como se deshacían los martillos y los gallos de caramelo que vendía el confitero. Martillos sostenidos por un palitroque de madera, dulces, brillantes y cristalinos, que invitaban al placer de la calle. Rara vez aquel disfrute de pura gula, suave, casi lujurioso, tenía lugar en el interior de las casas.

Uno recuerda volver del cine Patillejas, el Cine Delicias, rumiando fantasías calle arriba después de haber pasado una noche en la ópera con los hermanos Marx, visto torear con su capote leve a Currito de la Cruz, o reído a carcajada limpia con Cantinflas.

Uno, en fin, recuerda el niño al que las monjas le dieron una medallita del Corazón de Jesús por ser el que mejor se sabía, sin equivocarse, las oraciones del catecismo, y vio como al salir del colegio otro niño lo aguardaba en mitad de la calle dispuesto a quitársela. Y se la quitó.

El rostro de aquel niño que fui me acompaña siempre.

 

 

 

 

 

 

4

Herman Melville afirmaba que las verdaderas ciudades son aquellas que no están en ningún mapa. Los sitios de verdad no lo están nunca.

Algo parecido me pasó con Mollina: comencé a verla en los libros y en los poemas que leía, en las salas de arte que visitaba, en la música que escuchaba y en las conversaciones con amigos. Cuántas veces me pregunté si la Mollina de la que yo hablaba tenía algo que ver con la Mollina real, esa que dibujan los mapas.

Aún hoy me sigo haciendo la misma pregunta: cómo Mollina, un lugar absolutamente verdadero puede llegar a convertirse con el tiempo en un territorio imaginario del que entramos y salimos sin llegar a adivinar la frontera que separa la fantasía de la realidad, sin terminar de ver los momentos tan distintos, invisibles, fragmentarios, de los que está hecha la Mollina que pensamos y la Mollina que decimos.

Mollina es un lugar de coincidencias increíbles donde en cualquier momento surge lo inesperado.

Una noche de primavera subí a lo más alto del Empire State de Nueva York. Había luna llena. Desde su mirador, a más de trescientos metros sobre las aguas del río Hudson, una pareja de jóvenes españoles tatareaba entusiasmada el estribillo de una canción de La Oreja de Van Gogh: Te voy a escribir la canción más bonita del mundo.

Ella preguntó ¿a quién? Y, antes de que el joven respondiera, yo dije en voz alta: a Mollina y, de repente, quienes estaban allí comenzaron a decir: Mollina, Mollina.

 

Fue así como el nombre de Mollina, tomó por unos instantes el cielo de Manhattan. Allí estaban, en mitad de la gran manzana, el Capiruzón y los venerables chopos de Santillán, elevándose a los pies de la Camorra,  disolviéndose entre las sombras del azul; la brisa levantaba las faldas de la Sierra, mecida por el canto de los grillos y el intacto verdor de los pinos. El Limonar era un cuadro de Hopper, un surtidor atravesado de soledad; la Caleta un bulevar coronado de dompedros, nardos, damas de noche y jazmines.

Entonces los Nenúfares de Monet cayeron dulcemente sobre los caños de la Fuente y las cinco mujeres que en la Danza de Matisse, bailan en círculo, desnudas y agarradas de la mano, dejaron su museo para tomar la plaza de Atenas y mostrar la abrumadora afirmación de vida que late en ese cuadro de infinita alegría. Momentos después, las treinta y dos latas de sopa Campbell de Warhol rodaban por la calle el Sol como queriendo buscar un sitio en la maravillosa colección de arte de nuestro amigo López; la noche estrellada de Van Gogh llegaba entera, toda de azul, al silencio de la calle Nueva; las señoritas de Avignon se apostaban en la esquina de Brinquito con sonoro atrevimiento.

Antes de que el atardecer tirara sus sombras, los amantes de Magritte ya habían llegado a la Encrucijada y se besaban detrás del kiosco de Antoñillo Pastor, Frida Kahlo con el pelo cortado, plantaba su silla amarilla y su indomable rebeldía en las puertas del Cortijo del Agua,  mientras la gitana dormida de Rousseau recreaba su serena quietud en mitad de la Era Alta.

A esas horas el mundo y la vida se hospedaban ya solo en Mollina, convertida en el lugar encendido de la belleza. Ser de Mollina es una forma de ver y de sentir que no se abandona jamás.

5

El hilo de la memoria, ese hilo del que vengo tirando hace tiempo, me hizo comprender un día que la cal de aquella mujer de la calle Pachecos, llamada Olivilla la Chamarreta, era la cal de la pobreza, pero también la de la dignidad más pura, la de una mujer que se planta cuando le  piden que diga, a cambio de la promesa de una paga de viuda, que su marido murió por cosas de la guerra. Olivilla se plantó. ¿Qué es eso de llamar guerra a la cobardía de sacar a un hombre de su casa y dispararle al amanecer?

Ese mismo hilo me llevó hasta otra mujer que el día después de santa Clara del año 1936, dio cobijo a quienes huían de las bombas que los insurrectos lanzaron sobre los barrios más pobres de Mollina. Era una mañana de agosto que parecía de cielo y era de muerte. Aquella mujer buena, justa y hospitalaria se llamaba Dolores Borrego Páez. Cuando la conocí vivía muy cerquita de aquí.

El vino, cuando es buen vino, hace brotar estas historias de dignidad fieramente humanas, estas historias de piedad infinita que Mollina atesora para que el cáliz de la memoria no se pierda.

Aquí hubo mucho miedo durante mucho tiempo y una cosa grande: no nos traspasaron el rencor.

Y es que en Mollina los racimos son de uvas, no de munición. Sus vinos son vinos de paz que buscan el abrazo y se afanan por besar.

Mollina es una emoción que solo el corazón entiende.

 

                                       

6

Pasado agosto, el mes en que Mollina alumbra a la Virgen de la Oliva, buscando su amparo en una procesión de cera derramada y bendecida que la honra, llega la hora de celebrar la vendimia, verde eucaristía de la vida.

La vendimia de Mollina tiene la forma de los pescaditos de oro que construía el general Arcadio Buendía en Cien años de soledad.

El mapa de sus vinos nos dibuja un triángulo de tres puntas: en una punta se encuentra la bodega de la Fuente y en la otra punta la Capuchina y, entre una y otra, la primera de las tres en levantar el vuelo: Carpe Diem.

Tres bodegas que lo dicen todo de cómo entiende Mollina el oficio de los vinos. Cualquiera de estas tres estaciones viñateras encierra misterios capaces de desbordar los sentidos.

Recorrer la geografía del vino de Mollina es adentrarse en un territorio de mieles vegetales, pletórico de hechizos y pámpanos celestes, donde todos los caminos conducen a la consagración de la alegría.

El vino, como los libros, hace que a la gente le ocurran cosas.

En el Cortijo de La Fuente buscan que la savia de sus viñas navegue esparcida por la orilla de cristal que sujeta el cuerpo de sus vinos, convertidos, como el Dulce Delicia nº12, en veleros de uvas pasas y olas frutales. Los de la Fuente son vinos limpios y luminosos hechos para el deleite, reflejo del amoroso empeño familiar que allí despliegan en cada añada.

Un trago del Petit Verdot que La Capuchina ofrece al mundo nos hace sentir que la felicidad sucede. Este vino nos muestra el lento roce de la dicha, al tiempo que nos hace recordar que vivir no fue en vano. Su interior está lleno de racimos que hacen estallar las miradas. Nada como los vinos de la Capuchina Vieja para multiplicar las quietas caracolas del tiempo.

El Pedro Ximénez trasañejo que sale de las barricas de Carpe Diem es un soplo que los dioses y la vida ponen a nuestro alcance; un vino que nos lleva hacia lugares diferentes. Su dulzor va y viene, sin prisa, como en un cuento de Chéjov. Su pálpito está ahí, fluyendo impecable con la serena elegancia de un lujo exacto al que le sienta bien la luz labradora.

Las bodegas Carpe Diem nacen de la Sociedad Cooperativa Virgen de la Oliva, pionera en hacer del trabajo colectivo, la búsqueda del bien común y la excelencia su razón de ser. La cooperativa aúna los esfuerzos, los desvelos y los sueños de nuestros viticultores, hombres y mujeres, depositarios de un arsenal de experiencia y talento, de un legado de sensatez que los hace escuchar e interpretar, como nadie, las señales de la viña y el pálpito del campo.

Llega la Feria de la Vendimia y las bodegas de Mollina abren sacramentales las barricas de sus vinos: dulces deslumbrantes, moscateles de Alejandría, blancos de una suavidad casi carnal, tintos que desbordan nuestro paladar, rosados que lo serenan, sin olvidar los dorados y breves espumosos.

Cada cual escoja el suyo. Mollina tiene un vino para hablar, un vino para escuchar, un vino para ensanchar los apegos. También para el silencio más puro.

Los vinos de Mollina explosionan en el cielo de la boca, no en el campo de batalla, son vinos que resucitan las caricias, embelesan las bocas y hacen arder en los labios la urgente delicia de amar.

Vinos para hacer las paces, vinos para fraguar amistades y entenderse, vinos para ahuyentar las desavenencias y la mala uva.

Vinos para alargar las conversaciones, para que los que no se hablan se vuelvan a hablar, para que la risa se ría y estalle el esplendor de la vida.

Siempre habrá un vino de Mollina procurándonos la perpetuidad de la alegría y dispuesto para desmentir que la vida aquí en la tierra sea por completo un valle de lágrimas.

 

En esas tardes largas y sin orilla, en las que la vida se convierte a veces, el vino nos conforta.

El vino nos enseña a mirar y a mirarnos, nos presta ojos para ver el mundo, para navegar por el vértigo del asombro, sobre el borde azul de las olas.

Mollina, un pueblo capaz de convertir su vendimia en vinos que son pura poesía, vinos que derraman imposibles.

Mollina, un lugar donde el sol tiene silla para contemplar su propio ocaso.

 

 

 

 

7

Disfrutad de la Feria de la Vendimia. Hacedlo con todo el amor, con toda la paz, la libertad y el respeto del mundo.

Juntas, la Mollina eterna y la Mollina irreverente, la Mollina de toda la vida y la otra, la que no se corta, la que no se conforma y a la que le quedan chicas las costuras del pueblo.

Se ha dicho que nada hay más universal que lo particular. Y esta noche de feria, esta noche de vendimia, no hay nada más universal que Mollina. Nada más grande que Mollina.

Mollinatas y mollinatos, ha llegado el momento de explayarse, de poner a Mollina por las nubes, entrechocando vuestras copas, levantando vuestros corazones, encendiendo la antorcha de los sueños, remando con esperanza sobre la sagrada geometría de las viñas, siguiendo la estrella luminosa que guía roja el vuelo de Mollina.

Decía Paul Auster que no puedes poner los pies en el suelo hasta que hayas tocado el cielo. ¡Toquemos el cielo!

 Brindemos para que llueva, por una lluvia que nos cale y nos abrace, brindemos por Mollina y su vendimia. Siempre Mollina. Bendita Mollina.

¡Salud!





La imágenes reproducen el cartel de ese año, obra de la pintora María José Páez, un retrato del pregonero hecho por José Antonio G. Santos, y el escrito de Miguel Ramos en el libro de honor del Ayuntamiento de Mollina.






     










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