ANDRÉS GONZÁLEZ DEFIENDE LA MUJER LUCHADORA. 1932






Andrés González Páez en La Razón del catorce de agosto de 1932, año III, número 82 hace publicar este escrito suyo en apoyo de una compañera socialista de Cortes de la Frontera. Su republicanismo y anticlericalismo es patente.
Este es el escrito:



Contestando a un artículo

A la compañera A. C. D., fraternalmente.

 Ante mi tengo, en el momento de escribir estas líneas, nuestro querido semanario LA RAZÓN.

 También por casualidad y al alcance de mi mano, tengo el «A B C» correspondiente al dia 8 de agosto, diario que añora entre muecas y contorsiones ridículas, la desaparición del oprobioso e inquisitorial régimen monárquico.

En los números 79 y 81 del 24 de julio y 7 de agosto, respectivamente, aparece bajo el epígrafe de <Como hablan las mujeres de Cortes de la Frontera> un artículo en LA RAZÓN, firmado por nuestra compañera A. C. D.

Veamos primero lo que en su artículo de fondo dice «A B C»:

 «En España corren los cristianos un temporal deshecho. Más furioso lo han corrido en otras naciones.

«Cierto día un alcalde suprime el crucifijo de la escuela; otro alcalde aprisiona a un sacerdote por acompañar un entierro; otro considera que el «Quijote» es poco laico y lo prohibe en las escuelas; otro impone multas a las señoras por el delito de llevar colgado del cuello un crucifijo; otro impide la peregrinación a un santuario... »

Nos sentimos heridos, pero las heridas se cicatrizan; nos sentimos encadenados, pero las cadenas se rompen.

 «La Divina Providencia (ánimo, lectores, para seguir escuchando a «nuestro» colega) no ha escatimado a los hombres el combate, la enfermedad y la miseria; mas la fe baja del cielo, nos salva y nos corona».

Más abajo, continúa de esta manera:

«Nacemos engendrados en la fe, venimos al mundo sellados por la mano de Dios, y nuestra decadencia principia asi que intentamos borrar el sello divino».

Estupendo. Más abajo aún, añade hablando de su llegada a Francia el célebre escritor:

«Se alzan en las encrucijadas de las carreteras estatuas del Sagrado Corazón de Jesús, sin que ninguna mano sacrílega intente derribarlas».

Y termina sus ladridos con estas frases:

«Santas mujeres españolas, poned vuestros ojos en el cielo; no miréis a la tierra. Dejad que se hundan los tronos de barro. Salvad el trono de Dios»

 Mi primer intento cuando hube acabado de leer lo que antecede, fué contestar a dicho artículo, pero desistí de mi propósito, porque creía perdido el tiempo que empleara en contestar a este «célebre» escritor que gime, llora, patalea, hace pucheros y mohines ridículos, y se debate desesperadamente clamando a las mujeres españolas para que éstas le ayuden a levantar «su Dios», caído irremisiblemente.

 Mas al perfilar mi rústica pluma sobre la blancura de estas cuartillas, mis ojos se posan otra vez en los artículos escritos en nuestra RAZÓN por nuestra compañera de Cortes de la Frontera, por esta mujer obrera que sencillamente y con la mayor claridad así le habla a sus compañeras de explotación y de infortunio:

 «Nuestra misión se reduce, mujeres de la provincia, a organizarse en sociedades, y una vez en ellas, ir procurando «que todas nuestras compañeras desechen de una vez y para siempre esa creencia religiosa que atrofia nuestros sentidos y que los perturba de tal forma que no vemos más allá de lo que nos dice ese vampiro vestido de negro y que se viste por la cabeza como las mujeres, llamado «cura»; y que sabiendo como sabemos que hay otras mujeres que no vacilan en unirse a «ellos», procurando por todos los medios a su alcance que no prospere nuestra unión proletaria, no nos queda otro remedio para combatir a esas damas «estropajosas» que van con la cruz al cuello, que darle la batalla en todos los terrenos y luchar con ellas cara a cara....»

En otro artículo recientemente inserto en el último número de LA RAZÓN añade:

 «Es preciso que todos los obreros se den cuenta que tenemos una misión muy grande que cumplir, y que hay que sacar fuerzas de flaqueza, y para eso no hay más que un medio, que es la unión de todos, ingresando como un solo hombre en la Sociedad, llevando a ella a vuestras mujeres que, como madres que son y sintiendo mucho más el amor filial hacia sus hijos, es seguro que, al verlos en peligro de perecer de hambre como ahora se encuentran, serán leonas que, unidas a los hombres, conseguirán la salvación de tanto niño como hoy pide pan y no encuentra quien se lo dé».

Y termina su artículo con estas exhortaciones, tan llanas como sinceras:

 «A mis queridas paisanas y compañeras, también las exhorto para que no se dejen embaucar por las beatonas sin conciencia que en todas partes hay, y que procuren que sus hijos no aprendan como nosotros esa falsa religión, mal llamada cristiana, que es seguro que haciéndolo de esta manera los frutos beneficiosos de la República serán recogidos por ellos y bendecirán siempre la hora que sus queridas madres les enseñaron a ser hombres de provecho».

Así termina nuestra compañera su modesto trabajo digno de elogio y admiración.

 ¡Cuánta diferencia, lector, de lo que dice un «afamado»' escritor en el artículo dé fondo de «A B C» y lo que escribe en «LA RAZÓN, modesto periodiquito obrero una insignificante obrera!, ¿verdad?

 Yo comparo lo expuesto en ambos periódicos, y a los que lo escriben, y saco en consecuencia:

El clericalismo pone en juego sus últimas armas. Cuando ya no le bastan la sangre y las víctimas de inocentes mujeres y hombres sacrificados en los terribles tormentos de la «santa» Inquisición; cuando ve que no ha surtido efecto las innumerables persecuciones y asesinatos que registra la Historia; cuando comprende que el pueblo obrero no hace caso de sus amenazas con castigos del Infierno, recurre a las súplicas y a las lamentaciones ridículas para ver si así consigue restaurar sobre la tierra una derribada religión, llena su historia de robos, violaciones, crímenes y sangre.

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Yo te saludo, mujercita obrera, que despreciando las iras infundadas de-tus compañeras de sexo y las traiciones y acechanzas de nuestros encarnizados enemigos esgrimes tu pluma en bien de la causa de los oprimidos y de los hambrientos, y te aliento para que prosigas tu obra excelsa y meritoria, que a la par de dignificarte ante tu conciencia, único juez verdadero, te coloca ante la faz del mundo aureolada de admiración, virtud y respeto.

 ANDRÉS GONZÁLEZ PÁEZ.

 Mollina, agosto 1932.

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