NIÑO Y PUTAS EN LA MADRUGADA.1932-1922
El siete de agosto de 1932 La Razón, Órgano de la Agrupación
Socialista y Sociedades Obreras, Defensor de los Intereses del Pueblo, año III,
número 81, publica un relato -escrito como autobiográfico- del mollinato Andrés
González Páez.
Independientemente del tono folletinesco del escrito hay algo que
nos retrata la situación de la infancia obrera de aquel tiempo.
Era normal que
con diez años un niño llevara ya cuatro de trabajo.
Este es el relato:
Recuerdos de mi
infancia
LAS RAMERAS
Hace próximamente unos diez años— en la
actualidad cuento veintidós—, y lo recuerdo perfectamente.
Fué una fría mañana
del mes de enero.
Habla salido muy de madrugada para ir al
cortijo.
Corría un airecillo
norte que helaba los huesos.
Iba solo, y caminaba de prisa para así
defenderme mejor del frío, aumentado por la escarcha que había cuajado durante
la noche.
Caminaba carretera
adelante, sin preocuparme de nada en aquellos momentos de sepulcral silencio,
cuando al pasar una curva divisé a lo lejos la luz de un automóvil.
Supuse y me convencí
que estaba parado, por la inmovilidad de la luz.
A medida que acortábase la distancia, iba
llegando a mis oídos el confuso rumor de las personas que sin duda junto al
vehículo se hallaban. El aire que corría, impedía oír lo que decían; pero por
las voces noté claramente que eran mujeres y hombres.
Poco antes de llegar yo, el automóvil partió
veloz. Entonces percibí claramente desesperados gritos de mujeres que clamaban
entre maldiciones y juramentos.
Los ocupantes del “auto”
las habían dejado allí abandonadas
Llegué adonde estaban.
Eran dos mujeres y
lloraban amargamente.
No pude comprender al pronto qué había pasado
y por qué aquellas dos mujeres se habían quedado allí abandonadas.
Yo, impulsado por lo
que de humano y buenos sentimientos tenemos todas las personas me acerqué a
ellas, al mismo tiempo que les dije:
—Buenos días... ¿qué
ocurre, señoritas? ¿qué les ha pasado?...
Una de ellas, me
contestó llorando, mientras la otra maldecía todo lo que de maldición es digno.
— ¡Nos han dejado abandonadas!... ¡Han abusado
de nuestra situación! ¡Somos muy desgraciadas, muchacho!...—Y lloraban
desconsoladamente.
— Pero ¿por qué os han abandonado? —
preguntaba yo—. ¿Por qué han abusado de vosotras y quiénes son?
— ¡”Ellos”, los muy
miserables!— contestó una
. —¿Y quiénes son
«ellos», señoritas? Porque supongo que no será ninguno de vuestra familia...
— ¡Los que nos han
sacado de nuestra casa para abusar de nosotras tan villanamente!
—Lo que no acierto a
comprender, señoritas, es cómo vosotras os habéis salido de vuestra casa en
compañía de «ellos», que seguramente serán malas personas, hombres sin corazón,
sin dignidad, sin hombría, sin nada. ¿Luego vosotras no los conocíais?
— Sí, los conocíamos,
muchacho; pero no creíamos que fueran capaces de hacer con nosotras esto que
han hecho, que es un crimen. ¡Malvados, miserables, canallas: después de estar
abusando de nosotras toda la noche, nos abandonan después!
—Pues no comprendo...
no comprendo... —decía yo, verdaderamente sin comprender nada.
— No quieras
comprenderlo nunca, muchacho— me dijo una de ellas, segura de que yo nada
comprendía—, porque esto que a nosotras nos pasa es muy malo. ¿Tú no has oído
hablar nunca de las «mujeres de la vida»?
—¿De las «mujeres de la vida»? (pensaba
yo).—Sí, algo he oído, señoritas, pero le juro a ustedes que yo nada sé de eso.
—Ni es necesario que lo sepas—, dijo con pena
la que parecía de más edad—. ¡Ojalá nosotras también lo ignorásemos!...
Pues señor, que yo no comprendía nada de
aquello, y le daba vueltas en mi imaginación al caso aquel que no podía
explicarme. Dos mujeres jóvenes, guapas, bien vestidas, abandonadas por «ellos»
enmedio del campo en una fría mañana de invierno... «Ellos» deberían ser
personas muy malas, para dejar enmedio de esos campos de noche abandonadas a
dos mujeres que, al parecer, no serían malas, visto está, que lloraban
desconsoladamente su desgracia, y cuando una mujer llora — pensaba yo —es que
no es mala.
Anduve con ellas carretera adelante un buen
trayecto hasta que por fin hube de dejar la carretera para tomar el camino que
conducía al cortijo.
Antes de apartarme me dijeron ellas:
—¿Falta mucho para que sea de día, muchacho?
— Muy poco, señoritas;
cuando pase medía hora se verá ya claramente.
— ¡Gracias, hombre! ¿Sabes tú si está muy
lejos de aquí el pueblo de X?
—Siento mucho no poder
decírselo a ustedes, porque no lo sé. Yo, me marcho por este camino. Que tengan
ustedes mucha suerte y vayan con Dios.
— ¡Adiós, hombre,
adiós!—dijeron a un mismo tiempo las dos, mientras yo me apartaba por el
camino, y oía claramente cómo se alejaban llorando...
……………………………………………………………………………………………………………………………………………. Hoy, que el mundo se ha encargado con sus infamias de demostrarme sus
crueldades, tomo la pluma para fijar en estas cuartillas aquella aventura
inexplicable de mi niñez. Ya sé, lector, quiénes eran «ellas» y «ellos».
«Ellas», pobres alondras deslumbradas con el oro, unas; y con palabras mentidas
de amor, otras. Pobres mujeres desgraciadas que rodaron al prostíbulo para ser
carne de placer, conceptuadas ya como algo inferior a la especie humana; para
ser pisoteadas sin compasión por la bestia humana; para ofrecer insensibles sus
caricias al hombre que sin escrúpulos compra su pobre cuerpo escuálido por unas
monedas; para satisfacer el hambre sexual; para sostener la moral actual en su
hipócrita forma; para cotizar en el matrimonio a más alto precio, la
virginidad.
«No puedo pensar en las vírgenes—dice J.
Barcos en su libro «Libertad sexual de las mujeres»—, sin acordarme de las
rameras».
«Ellos», ellos eran...
¿quiénes eran ellos? Lectores, mejor sería no saberlo.
ANDRÉS GONZÁLEZ PÁEZ.
Mollina, agosto 1932.
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