REPASO A LOS NÚMEROS 61 A 65 DE LA RAZÓN. 1932


Página del número 64, del 10 de abril de 1932, de La Razón. 



El número 61 de La Razón apareció el día 20 de marzo de 1932. En su página 2 traía la segunda parte del escrito de Andrés González Páez dedicado a la mujer:

Mujer proletaria!

II

  Prometí continuar, compañera, la para mí ardua tarea de explicarte cuál debe ser tu actuación para contribuirá la emancipación del proletariado. Y hoy, animado y decidido, tomo la pluma para ver si logro conseguirlo.

 No es preciso tener la ciencia de Platón, estriban todos los males que venimos soportando es en la incultura, en el analfabetismo tan grande que existe. “Un pueblo inculto es un pueblo esclavo”.

Pues bien, compañera: he ahí lo que debemos combatir todos: la incultura. No me olvido que nosotros, los trabajadores de la tierra, los que servimos al señor de horca y cuchillo de la edad antigua, o al señor feudal dueño de vidas y haciendas de la edad media, o al patrono" y terrateniente de la edad moderna (¡es lo mismo!) nos es de todo punto imposible, dada la exigüidad de nuestros salarios—¡salarios de hambre!—dedicar unos céntimos para adquirir libros en que podamos instruirnos.

 No me olvido tampoco de que ni aun tenemos tiempo suficiente para estudiar, ya que todo el día hemos de estar sobre di pesado y agotador trabajo de nuestra profesión y el tiempo que tenemos de descanso, aunque cogiésemos el libro no podríamos estudiar, porque nuestro cerebro estaría incapacitado y no podría retener el estudio ni las consecuencias que de él se derivan.

 Todo son obstáculos, pero no “imposibles” de salvar, compañera. El amor los vence todos. Y tu amor de madre por aquel hijo que amorosa meces en tu regazo, de aquel pedazo de tu alma que es carne de tu carne y sangre de tu sangre, te dará fuerzas y ánimos para que salgas airosa de tu empeño. ¿Quién mejor que tú, madre, puede enseñar a tu hijo las primeras letras del silabario? ¿Quién mejor que tú, con más cariño, con más alegría, con más entusiasmo, puede incubar en tu hijo el deseo de estudiar, de aprender, de amar a la vida, para que cuando sea hombre tenga toda la entereza, toda la virilidad de un hombre consciente, que no se deja atropellar por nada ni por nadie? ¿Es que no sentirías una satisfacción inmensa cuando en la paz del hogar y a la luz de una modesta bujía enseñaras a tu hijo las primeras letras?

Una madre tiene una misión más alta que cumplir que la de criar a un hijo para que después sea explotado y esclavizado vilmente.

 Debe poner todo su esfuerzo en educarlo para que no sea el juguete a capricho de la infame burguesía.

“Un pueblo instruido es un pueblo libre”.

ANDRÉS GONZÁLEZ PÁEZ.

Mollina, marzo 1932.

El número 62, del día 27 de marzo traía la referencia de lo dicho por García Prieto en las Cortes sobre el fallido complot, del que ya se habló aquí.

El número 63, del día 3 de abril de 1932 traía dos escritos con origen en Mollina. El primero de ellos aparecía en la página 2:

A los traidores del Socialismo

Tengan entendido todos cuantos injustamente y sin conocimiento de causa combaten los ideales del Socialismo, que yendo contra ellos, no sólo van contra toda la humanidad sino incluso contra ellos mismos. La Sociedad hoy en día tiene muchos enemigos que la persiguen de muerte, que le han declarado la guerra sin cuartel; pero tengan en cuenta los que contra ella conspiran que el día en que la libertad humana brille, con todo su egoísmo se tendrán que arrepentir de las calumnias y las arbitrariedades que están cometiendo con sus mismos hermanos de trabajo. Hambriento antes de vociferar contra ella; antes de injuriarla y antes de coaccionar a los que tengan afán a ella.

 Lee, estudia, instrúyete, en una palabra, y verás como (sic) sin sociedad y sin unión no pueden vivir más que los vagos, los burgueses y parias políticos.

Gozan con vernos muertos de hambre, mientras nuestra ignorancia les lleva las llaves para guardar los caudales. Por eso mi pensamiento dice que acabemos ya de desechar esas cadenas que nos oprimen; pues a mi parecer, creo que ya ha llegado la hora de poder conquistar nuestra reivindicación. No lo dejemos por más tiempo, porque mientras nosotros esperamos los burgueses se preparan, y nuestra victoria será más difícil alcanzarla.

FRANCISCO DOBLAS ALVAREZ.

Cortijo de Santillán (Mollina).

El otro se encontraba en la página 3 y era otro artículo de Andrés González Páez:

ESCRIBIENDO UN ARTÍCULO

Unos golpes dados en la puerta me hacen levantar la cabeza de mi trabajo, al mismo tiempo que una voz conocida:

—¿Se puede?

— Entra, digo por toda contestación.

 Es Antonio Rojas, a quien me une una amistad sincera desde mi infancia. Juntos hemos trabajado y juntos luchamos.

—¿Qué haces?—me pregunta.

 —Ya lo ves: escribo.

 Por su expresión pronto me hago cargo de la situación. Viene algo contrariado y en su semblante se adivina un gran pesar. Yo lo comprendo y con voz natural le digo:

 —Siéntate y habla. ¿Qué ocurre?

—Una nueva traición, amigo; una nueva traición.

 Cogiendo las cuartillas que hay esparcidas sobre la mesa:

—Con tu permiso.

 —Léelas—contestó (sic). Estoy haciendo un trabajo para LA RAZÓN. Y en voz alta lee lo que sigue:

“El obrero español, y en particular el obrero andaluz, atraviesa hoy por uno de los momentos más críticos que puede imaginarse. La República por él traída con sus votos, hoy le sirve de opresión. La burguesía, pasados los primeros momentos de confusionismo, extiende sus tentáculos de pulpo y aprisiona en la enmarañada red de sus criminales instintos las ansias populares. Los trabajadores se encuentran defraudados en sus más íntimos sentimientos. Ellos coadyuvaron al advenimiento de la República confiados en que este régimen habría de calmar un tanto su sed de justicia y su hambre de pan.

Y sin embargo, se vienen cometiendo los abusos, las mismas traiciones que se cometían en los tiempos de la derrocada y nefasta Monarquía. El caciquismo actúa ahora con el cinismo más desvergonzado; los obreros se encuentran sitiados por el hambre. Es el recurso vil y criminal de esta clase burguesa que nada sabe de honradez, de humanidad ni de esa fe cristiana de que tanto alardean. Millares de familias se encuentran en la miseria más espantosa. El Gobierno se hace sordo a las peticiones y protestas de los obreros, y de esta manera se va creando una rebeldía, una sed de venganza que nada ni nadie podrá contenerla, y que en su día dirá todo el odio que hay reconcentrado en el alma de los obreros»...

Mi amigo deja de leer, queda pensativo y después de un corto espacio de tiempo dice:

 —Nada, que es imposible continuar soportando tanta injusticia. El cacique «religioso» de este pueblo obliga a los trabajadores a que se afilien at comité republicano que tiene constituido, y si así no lo hacen no tienen que pensar en dar un jornal, quedando por tanto reducidos a la miseria y al hambre. Pero más que todo lo que me extraña es que elementos que por su significación radical y revolucionaria merecían la simpatía de los trabajadores, como así les consta a ellos, hoy se encuentren aliados con el cacique, sirviendo los intereses de esta clase reaccionaria y siendo instrumentos ciegos para sus maquiavélicos planes.

Por eso me produce una indignación grande esta clase de abusos intolerables de obligar por medio del hambre a que los obreros tengan que sumarse a ellos.

 He escuchado con atención las palabras de mi amigo, y después de darle una chupada al cigarro que mientras escribo tengo al alcance de mi mano, le digo:

 — En verdad que en todo cuanto has dicho llevas razón. Pero he de advertirte que los que desertando de nuestras filas se pasan al enemigo para entorpecer nuestra obra de emancipación, al mismo tiempo que ellos son sus propios tiranos, sin tener en cuenta que mientras más colaboren con el cacique más se prolongará el estado actual de cosas, y sus hijos seguirán siendo explotados y sufriendo en sus carnes maltrechas el latigazo y el estigma odioso de la esclavitud; esos obreros, esos compañeros nuestros, repito, nos traicionan, no por hambre, sino porque no tienen una visión clara de la realidad y en su cerebro no ha entrado la luz de la verdad ni de la inteligencia. Son obreros que ni siquiera saben cuál es la primera letra del abecedario. Porque el que sustenta una ideología, el hambre puede hacerle vacilar o en todo caso caer, pero se levanta, ten por seguro que se levanta. Además, que ésos que dicen que se pasan al campo opuesto porque le dan trabajo, no han querido pensar que siguiendo entre nosotros, entre sus compañeros y hermanos, trabajarían también, pues los obreros que los patronos tuvieran que invertir tendrían que sacarlos de la Sociedad.

 Yo no le echo la culpa nada más que a la incultura, que es el obstáculo con que iremos tropezando en todos los momentos de nuestra lucha.

 Nos levantamos y salimos a la calle.

 Ante nosotros pasa el cura, quien nos saluda haciendo una hipócrita reverencia.

 Mi amigo y yo nos miramos, mientras él se entraba en el templo... donde se propaga la doctrina de Cristo.

 ANDRÉS GONZÁLEZ PÁEZ.

 Mollina y marzo.

En el número 64, del 10 de abril de 1932, también aparecían dos escritos de Mollina. El primero, firmado solo con iniciales, en su página de portada decía:

DE MOLLINA

 Despierta, obrero, que viviste a merced de una clase de hombres sin conciencia, y por tu unión y por tu gran capacidad fuiste capaz de desechar los embrollos que por todas partes te rodeaban. Yo, como buen compañero, aconsejo que no os dejéis llevar por las corrientes perturbadoras monárquicas y republicanas del último cuño.

Ya es hora de empuñar la pluma en este país que se estremece fácilmente, pero carece de capacidad para accionar adecuadamente. La batalla ha comenzado con carácter violento y enérgico y debemos ir a ella con arrogancia

. Hemos de reafirmar nuestro derecho a la vida y a la libertad, y que salgamos del caos de la miseria.

Obrero sin defensa: piensa, estudia, capacítate, que no tengas que importunar a ningún gobernante para defender tu causa, porque mientras que sigan las injusticias actuales, permaneceremos los obreros lo mismo: despreciados por seres iguales a nosotros.

 ¿Lo entiendes, pueblo honrado? Pues en la próxima revolución es preciso que el pueblo no se deje engañar con falsas promesas que no se cumplen.

 Obrero: te digo que acabes de rechazar a los gobernantes que conspiran contra el pueblo y tomes todas las precauciones para no ser de nuevo burlado por ellos.

 D. A.

El otro escrito es un largo relato de Andrés González Páez que salió en doce números de La Razón, de los que se conservan once. Aquí irán saliendo mientras se van revisando los números de esta publicación. La primera parte aparecía en la página 2 de este número:

Te contaré, lector...

Fué en una mañana de abril. El sol extendía sus rayos inundándolo todo de calor y de luz. El ambiente, apacible y-sereno; ni hacía frío, ni hacía calor. Los prados, cubiertos de flores que exhalaban un perfume saturado de esencias. Miles de pajarillos que revoloteaban alegres y cantarines, y en sus armoniosos gorjeos entonaban un himno a la vida. El verdor de los sembrados, en combinación con el rojo de las amapolas, con la blancura nívea de las margaritas y azucenas, ostentando briosas las gotas de rocío cual perlas hábilmente puestas por mágico joyero, formaban una variedad indescriptible.

 El pincel de Murillo, Velázquez y Apeles hubiéranse quedado petrificados ante la gama del paisaje.

Todo en fin era un poema a la vida. La poesía, la pintura, la música, allí se manifestaban formando un conjunto de colores y notas en armoniosas melodías.

El airecillo suave que corría más bien parecía que su misión consistía, en vez de enfriar la temperatura, en llevar de un lado para otro el perfume de las flores, la música de los pájaros, alguna que otra voz entonando una canción que hacia quedar en suspenso a los caminantes, y que tal vez procedía de algún gañán o pastor que cerca o lejos había.

Salí al campo impulsado por un no sé qué de alegría mezcla de tristeza aquella mañana. Deseaba respirar el aire libre, puro, y llenar mis ojos de luz; encontrarme solo, para interrogar a la misma soledad, y dejar correr mi imaginación su afán loco de forjar quimeras, sueños irrealizables... ideas que simplificasen la vida... Caminaba sin rumbo, sin saber adonde, o más bien, abandonado a mí mismo.

 Algo me llamó la atención. En el borde del camino, sentada sobre el verde césped, había una mujer con un niño en los brazos.

 Había caminado distraído y no habíame dado cuenta ensimismado en mis pensamientos, de la presencia de aquella mujer. Me acerqué a ella. Era joven y bella. Sus ojos grandes, negros, soñadores, miraban con cierta tristeza, dándole a su rostro pálido cierta expresión de amargura, Pobremente vestida, con la ropa casi hecha jirones. Por mí expresión natural me miró no sé si investigadora o interrogadora. Por mi imaginación pasó una sombra; evoqué un drama... Con voz impregnada de tristeza fué la primera en hablar.

 — Por caridad, joven: ¿podría decirme qué camino he de seguir para llegar más pronto al pueblo próximo? Hace dos días que voy de camino, y sin más medios que la caridad pública,..

Bajó los ojos, y de ellos rodaron dos gruesas lágrimas que se apresuró a enjugarlas con un pañuelo.

— Hermana—la dije—, siga ese camino que se aparta a la derecha, y distante de aquí unos dos kilómetros hay un pueblo; no puede equivocarse porque el camino conduce a él

. Y metiéndome la mano en el bolsillo de la blusa, tropecé con unas monedas que se las alargué diciéndole:

 —Haga, hermana, el favor de aceptar estos céntimos, no como limosna sino como un deber que a todos nos impone la solidaridad y el apoyo mutuo a que nos debemos los pobres...

 Me miró extrañada. Alargó su mano fina, blanca, y en ella dejé caer las monedas.

 Después, levantando al niño que dormitaba en su regazo, con acento maternal dijo:

—¡Es mi hijo!—Y me mostró al niño, que parecía arrancado de los lienzos de Rubens. Lo miró con arrobo, con embeleso y lo besó repetidas veces con cariño maternal.

—¡Hijo mío, tendrás hambre!-, exclamó. Tú no tienes la culpa, inocente ser que vienes al mundo, ignorándolo todo! Tampoco la tiene tu madre: es la sociedad, es esta vida cruel e indigna que se ensaña cruelmente con el desgraciado… Y prorrumpió en sollozos.

—No llore, buena mujer—, le dije con voz entrecortada en la que se reflejaba toda la emoción que me causaba aquella escena-. No se entregue a la desesperación y procure reanimarse. Tenga valor.

 Quedé pensativo. Supuse una tragedia

. -¿Alguna desgracia?... insinué para ver el efecto que mi pregunta causaba en la joven mujer, en aquella madre desconsolada, cuya angustia se reflejaba en su cara pálida por las huellas de la amargura imborrables, y que demostraban su profundo dolor, su abatimiento moral, su pena...

 Me miró brevemente y, después de breves momentos, repuso:

 —No sé por qué, joven; pero es lo cierto que me inspira confianza; y como tengo necesidad de desahogar mi corazón, haré a usted partícipe de mis penas contándole mi vida que es toda una senda de espinas y de amarguras, y para colmo de desdichas, la desgracia más espantosa que puede imaginarse ha caído sobre mí atenazándome con su garra cruel.

Guardó silencio Unos momentos, y señalándome que tomara asiento, lo hice, y me dispuse a escucharla.



La historia de aquella mujer, lector amigo, te la diré otro día, pues no puedo ahora, dada la poca cabida del periódico, sin omitir un detalle ni alterar la verdad.

ANDRÉS GONZÁLEZ PÁEZ.

 Mollina y abril.

El número 65 aparecería el 17 de abril de 1932. En su página 2 aparecía la segunda parte del escrito de nuestro paisano Andrés González:

Te contaré, lector... II

Cumpliendo lo que prometí, lector amigo, de continuar el relato triste que aquella mujer me hizo, hoy tomo la pluma para pasar al papel aquella revelación que no es, ni más ni menos igual que muchas otras.

No creas, lector o lectora, que peco de indiscreto al dar a la publicidad una historia de dolor y de muerte que me fué revelada. Me obliga a publicarla el deseo de hacer ver a quien me lea cómo repercuten las consecuencias de esta vida injusta en los desposeídos de la fortuna, aunque yo les llamo explotados de la clase capitalista.

En esta narración que no ha sido inventada por mí, sólo me limitaré a escribir sin comentario alguno la tragedia que aquella mujer me contó.

Tú, quien quiera que seas, que pasas la vista por estas líneas; yo que sé que en el fondo eres bueno y sabes rebelarte contra todo lo injusto y arbitrario, te dejo en libertad de aplicar la justicia de tu razón sobre quien a tu juicio merezca ser aplicada.

 Muchos hay que buscan las causas de las cosas en la superficialidad de las mismas, y yo creo que la causa está más honda; a mi juicio está en la sociedad misma.

 Mas dejándonos de divagaciones, volveré al hilo interrumpido que moviliza mi pluma...

Una vez me hube sentado sobre el borde del camino, después de unos momentos de silencio, aquella mujer empezó su, relato de esta manera:

«Voy a contarte, joven, cuál es la causa de que me encuentre en esta situación tan desesperada, y permíteme que sea breve, pues no quiero martirizar mi pensamiento con el recuerdo triste de mi desdicha.

Contaba escasamente doce años cuando, a consecuencia de una enfermedad crónica que padecía, murió mi madre, quedando por tanto en la más completa orfandad, pues mi padre ni aun pude conocerlo, ya que murió antes de ver yo la luz primera, a consecuencia del hundimiento de la mina en que trabajaba.

Guardó silencio breves momentos y después continuó.

«Al encontrarme sola y sin tener a nadie, lejos de toda mi familia, pues mis padres habían tenido que ausentarse de su pueblo natal a causa de la crisis aguda de trabajo que allí había, por un momento no supe qué hacer ni qué resolución tomar.

.Sin tener conocimientos, y sin energías para afrontar la vida con decisión, hasta pensé en el suicidio. Falta de todo apoyo y de todo amor, quedé como si me hubiesen asestado un mazazo sobre mi vida. Era muy joven y no sabía los peligros que podían amenazarme en la azaroza (sic) vida que me esperaba.

Movidas de compasión hacia mí, me recogieron unas vecinas que habitaban en la misma casa donde vivíamos mi madre y yo.

 Mi madre, cosiendo ropa para la calle y lavando, ganaba el mísero salario que nos servía para que no nos muriésemos de hambre.

Muy de tarde en tarde recibía mi madre cartas de mis abuelos que vivían en otro pueblo muy lejos, casi al norte de España y que creo que era en la provincia de Barcelona. Ella me contaba cómo tuvieron que abandonar aquel pueblo a consecuencia de la falta de trabajo y de la persecución de que era objeto mi padre, que se negaban a admitirlo cuantos patronos visitaba en demanda de trabajo.

 Es el caso que, según decía mi padre, tuvieron que ausentarse de aquel pueblo en busca de trabajo ya que allí les era imposible la vida.

Se fueron a vivir a otro pueblo, y allí mi padre encontró trabajo en unas minas de carbón que explotaba una compañía.

 ¡Pero un día!., se hundió una galería en donde trabajaba mi padre y allí quedó sepultado en unión de dos compañeros más, que cuando después de muchos esfuerzos lograron sacarlos, eran cadáveres y estaban destrozados.

 Supóngase, joven, la desesperación y el dolor tan grande que sufriría mi madre, que cayó enferma y estuvo casi a las puertas de la muerte.

 Consiguió por fin restablecerse merced a los cuidados de los vecinos que se condolían de su situación, y poco tiempo después nací yo, cuya vida había de ser un calvario y tendría que apurar hasta las heces, el cáliz de la amargura.

 Doce años después murió mi madre, como antes he dicho. Los sufrimientos habían minado su escasa salud, y una dolencia crónica se la llevó.

 Fué entonces errando yo quedé sola en el mundo y sin protección de nadie. Desde aquel día empezó mi infortunio. Me recogieron, como antes le dije, los vecinos de la casa donde nosotros vivíamos y me tuvieron en calidad de criada.

Me hacían trabajar mucho, y hasta me reñían por cualquier cosa. Yo lo soportaba todo con resignación, y hasta había de estar agradecida, según ellos decían, porque me habían evitado de (sic) que tuviera que pedir limosna implorando la caridad pública.

Todo lo aguantaba con verdadero estoicismo, impertérrita, sin protestar nunca.

 Así viviendo una vida de esclava, sin consuelo de nadie estuve hasta la edad de diecisiete años.

 Yo no supe de la alegría de tener un vestido nuevo, pues me vestían de lo desechado y de lo inservible.

Las diversiones, para mí no existían, y si alguna vez salía a dar un paseo con algunas mozas del pueblo, una melancolía y una tristeza infinitas se apoderaban de mí.

Indiferente a todo cuanto me rodeaba, no lograba distraerme de ninguna manera, tanto que opté por no salir a la calle en los días de fiesta, y me rediría en el cuartito que mis «protectores» me tenían destinado, y allí daba rienda suelta a mis dolores dejando correr las lágrimas en abundancia como único consuelo para mi desgracia.

 Invocaba a Dios, pero éste se hacía sordo a mis súplicas.

 ¿Qué delito había yo cometido para que en la vida no hubiera para mí más que martirios y penalidades?

 ¿Era aquella la vida y la suerte que El me tenía designadas?

¿Qué había yo hecho? ¿Por qué. Señor, tanto sufrir?

Algunas veces hasta llegué a dudar de su justicia y de su omnipotencia.

Así se deslizaba mi vida, hasta que un día...»

Calló al llegar aquí aquella mujer. Limpió las lágrimas que humedecían sus ojos, y dejó escapar un suspiro que agitó todo su cuerpo.

 El niño empezó a llorar porque tenía hambre.

 — ¡Mamá, pan, yo chero pan!

Gemía más que pedía el angelito, y su madre besos le daba en vez de pan.

ANDRÉS GONZÁLEZ PÁEZ.

 Mollina.

(Continuará otro día)


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