IV PREGÓN DE LA VENDIMIA. ANTONIO GALA. 1990
Gracias al
esfuerzo de muchos de traer a Mollina a Rafael Alberti en 1989, en 1990 se
consiguió que fuera Antonio Gala, Brazatortas, pero Córdoba, 1930, quien
pregonara nuestra vendimia. Dramaturgo exitoso, guionista de televisión, columnista
seguidísimo, poeta sentido y notable novelista, su tirón mediático era
extraordinario. Tanto que, incluso, su figura era utilizada en el mundo de la
publicidad televisiva, aunque con un toque irónico deleznable.
La elección de
Antonio Gala como pregonero supuso que, a partir de ese año, a todos los
pregoneros se les enviara un dossier con información sobre el pueblo y los
vinos de la zona. Conociendo ese dossier y luego oyendo el pregón lo cierto es
que Gala se los había estudiado. Y le salió uno de los mejores pregones que
Mollina ha oído.
Miguel Ramos,
de nuevo, ofreció su trabajo a Mollina. Un collage
rompedor anunciaba las fiestas del 14 al 16 de setiembre de 1990.
Éste es el texto
del pregón de Antonio Gala, pronunciado tras la presentación de Antonio Nadal,
primer pregonero:
Gracias. Gracias a mi presentador por haber
dicho unas palabras que en seguida veréis que son más amables que imparciales.
Gracias a vuestro Ayuntamiento por haberme permitido estar esta noche con
vosotros. Y gracias a todos por haber venido, no con toda la comodidad del
mundo –yo tampoco lo estoy- a escucharme.
Hay dos cosas que yo detesto hacer. La
primera es pregonar una fiesta. Creo que yo no tengo voz de pregonero. Mi voz
es demasiado pequeña. Yo estoy normalmente entregado a la soledad y al silencio
no lejos de aquí, en Alhaurín el Grande. Y, por otra parte, creo que las
fiestas, como los racimos de vuestras viñas, son de quienes las siembran,
quienes las cuidan y quienes las cosechan. La segunda cosa que detesto hacer es
leer poemas míos en público. Se ha dicho que la poesía es comunicación, pero
quizá la poesía sea, antes que nada, conocimiento. Para escribir un poema hay
que haber besado ya todas las bocas, visitado todas las ciudades que había que
visitar, sufrido todos los dolores, ascendido a todos los Tabores y descendido
a todos los Getsemaníes. Siempre es demasiado pronto para escribir poesía. Y
leerla en público es como hacer un doloroso “strip-tease”.
¿Por qué, entonces, esta noche quebranto ese
firme propósito de no pregonar fiestas y de no leer poemas en público? Sólo
porque estoy en Mollina. Quizá suene a un halago –que no tengo por costumbre
hacer– que yo os diga que vuestro pueblo me parece un pueblo absolutamente
ejemplar. Es un pueblo que en vuestra propia vida ha iniciado su historia. Es
un pueblo que ha comprobado algo que normalmente no tenemos ocasión de
comprobar. La tradición –decimos– se hereda. Pero, en algún momento la
tradición fue niña, la tradición se inventó y fue recién nacida. Vosotros
habéis hecho nacer vuestra propia tradición. Vosotros estáis acunando lo que va
a ser vuestra tradición en vuestros brazos. Siempre nosotros tenemos
antepasados, pero nos negamos a pensar que somos también los antepasados de
alguien que nos sucederá. Vosotros sois los padres de la patria de Mollina.
Vosotros sois los creadores de la tradición y los antecesores y los antepasados
de lo que ha de ser Mollina. Vuestros barrios se han apretado unos con otros en
el trabajo, en la convivencia, en la alegría y en la esperanza. Y es por eso
por lo que estoy aquí pregonando estas Fiestas de la Vendimia. Espero que
vuestra Virgen de la Oliva no se moleste porque hayáis arrancado olivos, porque
a Ella le da igual ser la Virgen de la Vid, porque, al fin y al cabo, es
siempre la Madre, cualquiera que sea el adjetivo que tenga en las manos. Y ante
esa admiración que siento por vosotros quebranto mi norma. Quebranto mi norma
en función de algo que me parece vuestro y de todos. En función de lo que
hacéis, de lo que esperáis, de lo que sembráis y de lo que cosecháis.
Hubo un tiempo en que hasta la Naturaleza
era sobrenatural. El viejo Tales de Mileto miraba a su alrededor y veía, por
todas partes, dioses. Uno de los más imperiosos fue el vino. En la apasionada
cosmogonía donde lo material y lo espiritual –no como ahora– eran dos hermanos
siameses, dos manifestaciones de algo que se llamaba “todo”, en esa apasionada
cosmogonía los dioses representaron la quintaesencia de cada actitud, de cada
deseo, de cada porción de ese “todo”. Dionisos –que en Roma se llamó Baco– no
fue el dios del vino. Fue el vino, la personificación del vino. Como Eros no
fue el dios del amor, sino el amor mismo. El vino, por tanto, en un momento
anterior a nosotros –cuando, probablemente, los romanos vivían cerca de donde
vivís vosotros hoy– fue divino. Y luchó con no poco éxito frente a otra divinidad
que personificaba el sosiego, la serenidad, la meditación. Esa divinidad se
llamó Febo, y luego Apolo. Tanto es así que, desde entonces, entre lo apolíneo
y lo dionisíaco se han dividido los hombres, los pueblos, las culturas y las
razas. Las dos posturas más antagónicas que puedan caber en la Historia del
Hombre son: una, la línea recta, la compostura, la reflexión, el
distanciamiento, la interrogación; y la otra, la curva, el frenesí, la
inconsciencia, la intuición, la magia… y el rito, como el que vais a presenciar
ahora.
Yo pertenezco –probablemente– a la primera.
No tengo salud para pertenecer a la segunda. Pero siempre he tenido la
tentación de la segunda. Porque no estoy absolutamente seguro de que estar
sereno sea un camino mejor que el estar embriagado. Ni de que la serenidad sea
un camino más recto o más rápido que la embriaguez hacia el conocimiento. El
razonamiento está siempre por debajo de la intuición, y por otra parte la
palabra “ebrio” y la palabra “sobrio” se parecen demasiado.
El hombre –se asegura, y cada vez más– es
pura química. Es una indefinida carrera de reacciones. Y acaso el vino –del que
cuando es muy malo también se asegura que es pura química– añade una reacción
beneficiosa más. Una reacción que interrumpe la continuidad monótona de las
reacciones del cuerpo humano. Y acaso esa partícula que añade el vino sea la de
la divinidad. Esa divinidad a la que el hombre ha aspirado siempre desde que
conoció la existencia del Árbol del Bien y del Mal. Quizá no sea otra la razón
de que esa dulce droga del alcohol que vamos a bendecir hoy entre todos se
considere menos dañina, menos perniciosa, más familiar, más casera, más
consuetudinaria que todas las otras, probablemente tan antiguas como ella, pero
menos divinas.
Hay pruebas demasiado claras de la divinidad
del vino. Yo gusto de pensar en la afectuosa domesticidad del primer milagro de
Jesús de Nazaret, ese primer alcalde comunista. Son las bodas de Caná. Falta el
vino. Su madre –la Virgen de la Oliva o de la Vid, habitual atareada– se siente
solidaria de los anfitriones que han sido sorprendidos en falta y suplica –sin
saber cómo– que aquel problema se resuelva. El Taumaturgo pone una condición
–en el fondo es el requisito de todo milagro–: que se llenen las hidrias, las
ánforas, “usque ad summum” –dice el Evangelio–: hasta los bordes. Es decir, sin
esa insensatez de la plenitud, sin ese rechazo de las medias tintas, sin esa
negación de la tibieza, sin ese desprecio del miedo; no se hubiese realizado el
milagro.
“Usque ad summum”. Ese es el mérito de
Mollina. La plantación en vuestro término–“usque ad summum”– de la vid. Y por
eso se ha dado en vosotros el milagro del vino, la esencia del milagro, de esa
divinidad trastornadora que convierte en Caná el agua en vino y luego, tres
años después –no ya en un almuerzo, sino en una cena, la última– convertirá el
vino en sangre.
Porque el vino ha transcurrido, en efecto,
como una sangre de sabiduría por todas las culturas. Hay un breve poema de Lin
Po –un antiguo poeta chino del siglo II– que dice:
Mientras velamos, alegrémonos
juntos.
Cuando la ebriedad venga,
que cada uno duerma por separado.
Y en el siglo XI un poeta persa, Omar
Khayyam, dijo algo que yo os digo hoy:
Goza de ahora y bebe a la luz de
la luna,
de esa luna que, en vano,
milenio tras milenio,
nos buscará, inútil y fielmente,
para darnos su brillo.
Porque beber es un gesto de vida y el sueño que sigue a la embriaguez
vital es lo que ya significa la muerte.
Cuando los soldados de los Tercios de
Flandes regresaban de la apolínea y severa Europa Central se tropezaban de
manos a boca con su España. Una España –entonces– más dionisíaca, más católica,
más embriagadora y más recurrente que hoy. Y su primera providencia era echarse
al coleto –nunca mejor dicho “al coleto”– el vaso del buen vino del que ya
hablaba Gonzalo de Berceo. La sacralización del acto no quedaba aminorada por
lo que decían. Y decían esto:
Sangre de Cristo
, cuánto tiempo ha
que no te he visto.
Ahora que te veo,
Gloria in excelsis Deo.
Quien huela a blasfemia aquí es que es
sencillamente un idiota. O mejor, uno que se ha empequeñecido conforme a
nuestra propia época.
Mollina tiene que reaccionar, en función de
su vino, contra una época como la nuestra que es trivial. Ya no hay inventores
de tradiciones. Ya no hay descubridores de su historia. Ya no hay héroes ni
dioses, no hay cuaresmas y no hay carnestolendas. Nuestra época es tal que la
decadencia y el descreimiento han hecho del vino –del vino que es un producto
cósmico, como decía Ortega–, lo han hecho una cuestión de derecho
administrativo y un asunto de ingeniería agronómica. Y dan ganas de llorar. Por
eso estoy yo en Mollina, porque en Mollina eso no sucede. El vino es aquí
vuestra sangre. Una sangre de una peculiar, menuda y anual eucaristía. Insisto.
Por esa eucaristía estoy aquí haciendo algo que no me gusta hacer. Vuestro vino
es estimulante, generoso, perfumado, dulce y a veces seco. Es decir, como un
beso. Oscila desde el color suave del topacio más claro hasta ese espeso color
del ámbar más oscuro. Vuestro vino lo mismo sirve para un roto que para un
descosido, para ahogar una pena o para subrayar una alegría. Recuerdo que fue
el primero que yo bebí de niño y el que nunca, nunca, me amargó.
Ahí está el ancho mapa de Málaga. Con
vosotros, con Cómpeta, con Sayalonga, con Frigiliana, con Algarrobo, con
Canillas de Albaida, con Macharaviaya o Moclinejo. Y ahí está esa fraterna
variedad. Al hombre lo salva la diversidad, no la identidad. Si todos fuésemos
iguales todos seríamos peores. La fraterna variedad de vuestros vinos que los
hace distintos, pero bajo un común y cariñoso aire de familia: el pajarete, el
lágrima, el moscatel o el seco de los Montes.
Aquí en Mollina vosotros habéis conseguido
el milagro de Caná en veinticinco años. En veinticinco años –“usque ad summum”–
producís más del ochenta por ciento de los caldos de Málaga. Es por ese
esfuerzo de amor y de entusiasmo, por esa embriaguez del trabajo y de la
alegría y del gozo y de la paz que sostiene la alegría y el trabajo y el gozo,
por lo que estoy aquí. Y por lo que digo, de todo corazón, lo que decía un
paisano nuestro, Salvador Rueda:
Si yo fuera racimo de moscateles
para que por la vega tú me llevases…
La primera imagen corresponde al
cartel de Miguel Ramos, la segunda al pregonero, la tercera a la página del
libro de firmas del Ayuntamiento con su texto, la tercera a la portada del cuadernillo
editado con su pregón y, por último, el azulejo con su texto colocado en la
Plaza de la Constitución.
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