VI PREGÓN DE LA VENDIMIA. JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD. 1992







Mil novecientos noventa y dos fue un año de euforia. Las olimpiadas de verano en una Barcelona menos enemistada con España que hoy, la capitalidad cultural de Madrid y la Exposición Universal de Sevilla hicieron de ese año algo irrepetible.

Mollina no se quedó atrás. Lo que años antes había sido una amenaza para el pueblo se había convertido en un centro iberoamericano para la juventud ahuyentando así fantasmas pasados. De ahí que se pensara en plasmar en un libro la realidad de Mollina vista desde un punto de vista poético, en el que participaron fotógrafos, escritores, arqueólogos… para que los visitantes que iba a atraer ese Centro pudieran tener un buen recuerdo del pueblo.

Miguel Ramos, que se había entregado íntegra e incondicionalmente para la realización del libro Mollina, color de vino, también colaboró activamente en el cartel. Aprovechando que el año anterior Fernando Quiñones había recordado en su pregón la existencia de un grabado del Real Montepío de Viñeros de Málaga, en el siglo XVIII, Miguel Ramos usó ese grabado con técnicas modernas para el cartel de 1992.

El libro se presentó en el patio del Cortijo de la Ciudad, en la Plaza de la Constitución, el mismo día del pregón de ese año, 11 de setiembre de 1992. El pregonero, otro ilustre literato: José Manuel Caballero Bonald, Jerez, 1926, consagrado miembro de la Generación del 50, maestro de la poesía, célebre novelista y –como Quiñones el año anterior- también flamencólogo.





El texto del pregón de José Manuel Caballero Bonald en Mollina es el siguiente:







Agradezco que hayan pensado en mí para ocupar una tribuna que, gracias a mis predecesores –Alberti, Gala, Antonio Nadal, Juan Torres, Fernando Quiñones–, ya ha adquirido un brillantísimo rango cultural que rebasa con mucho las lindes provincianas. Procuraré que mi intervención no desmerezca –cosa más que difícil– de las de esa ilustre nómina de pregoneros que han venido a ensalzar, antes que yo, el prodigio anualmente repetido del nacimiento del vino, de ese ya inminente nuevo vino que habrá de servir de heraldo universal de las excelencias y prosperidades de esta tierra.

Acabo de llegar a Mollina y apenas he podido adentrarme en la realidad física y humana de este bello rincón andaluz. Pero sí he tenido oportunidad sobrada para ir asimilando en estos días previos todo un cúmulo de referencias ligadas al pasado, al presente, al industrioso quehacer cotidiano de Mollina. Yo vengo de una preclara tierra de vinos –nací en Jerez– y me encuentro en otra tierra preclara de vinos. Podría decir que el hecho de asomarme al mundo se pareció mucho en mi caso a asomarme a las ventanas fulgurantes del vino. Cuando intento fijar en la memoria mis primerizas experiencias personales, entreveo siempre el mismo trayecto vital: las luces abigarradas de una remota vendimia, el trasiego embriagador de un lagar, las penumbras sigilosas de una bodega. De modo que dispongo de un bagaje de recuerdos vínicos que tal vez sea lo único que justifica mi presencia aquí. El paisaje del vino es, pues, el espacio físico de mi infancia, ese territorio hacia al que regresa una y otra vez el escritor en busca de su propia identificación con la vida, de su propio almacén de incitaciones humanas y literarias. Es como si yo hubiese madurado al mismo pausado ritmo con que lo hacía el vino y que los dos hubiéramos pactado una fervorosa y perseverante relación. Tanto es así que el verdadero protagonista de mi primera novela, centrada precisamente en dos días febriles de vendimia, fue el vino, al que dediqué también una especie de breviario histórico y del que he sido, a través de mi ya larga vida, un consumidor por lo menos indesmayable. Ya se sabe que una determinada manera de vivir equivale a otra forma determinada de beber. Vivir y beber son verbos fonéticamente similares pero, sobre todo, acciones sentimentalmente emparejadas. En cierto literario sentido, saber beber, o saber familiarizarse con el vino, equivale a saber vivir.

Alguna vez he dicho que no es nada aventurado atribuirle a la biografía del vino la misma antigüedad que a la biografía del hombre. Se trata –claro es– de una simple aproximación imaginativa, o mejor, de una incursión en la leyenda, que –por cierto– no siempre es una versión desfigurada de la historia. Aún sin disponer a este respecto de ninguna información solvente, tampoco parece inaceptable admitir que nuestros primeros padres fueron también los primeros consumidores de zumo de uvas, aunque probablemente lo bebieron sin fermentar, o mal fermentado, y en cantidades más bien discretas. La verdad es que no ha quedado constancia de que en los tiempos del Génesis lograra nadie vinificar ningún mosto, aunque hay quienes han querido asociar la vid al árbol de la vida del paraíso, con lo que también vienen a insinuar que ya Adán y Eva se tomaron sus copas. Quién sabe.

Cualquier hipótesis puede tener su justificación si pretenden remontar las primeras y oscuras fuentes del vino. Resulta prácticamente imposible poder separar la historia de la mitología cuando se trata de rastrear en ese nebuloso territorio donde se oculta la primera gestación del vino. Fábula y realidad van juntas y se confunden a menudo, intercambiándose el embriagador privilegio de haber colaborado de algún decisivo modo en el descubrimiento del vino, ilustre episodio sistemáticamente escamoteado en las mitológicas cavernas del tiempo, allí donde se aposentaban las antiguas teogonías, desde los dioses sumerios y arios a los chinos e hindúes, o desde los egipcios y persas a los griegos y romanos, que no son sino el mismo Dionisos o Baco con distinto nombre.

Las más viejas e insignes civilizaciones se han disputado siempre, con unánime fervor, la invención fastuosa del vino. Por algo será. Pero como no se ha llegado en este sentido a ninguna conclusión razonable, tampoco resulta abusivo suponer que fueron nuestros grandes colonizadores –fenicios, griegos, cartagineses, romanos– los primeros criadores y exportadores históricos de vino. Ellos fueron al menos los encargados de ir racionalizando y depurando las vendimias y ellos fueron quienes nos enseñaron sucesivamente a cuidar las vides, pisar la uva, almacenar las cosechas, vinificar los mostos. Junto a tantas memorables marcas culturales, nos dejaron esa otra inmemorial marca de la cultura del vino –la vinicultura– que viene a ser como un injerto dionisiaco en el tronco de la civilización occidental. De entonces acá se han producido lógicamente tantos avances y mudanzas en las artes y oficios del vino que casi hemos perdido la memoria de su origen. Pero tampoco es ése un olvido que impida la fidedigna comprobación de que la mejor pesquisa que se puede emprender a propósito del vino es bebérselo. Quizá lo único que nos importe averiguar a este respecto es la evidencia de un presente gozoso: el del vino que se renueva con su vitalidad y su compañía.

Valgan estas dispersas divagaciones como preámbulo de lo que realmente debe ser hoy pregonando y enaltecido: la vendimia de Mollina, es decir, la ceremonia del nacimiento de una nueva generación de vinos. Nada más justo y necesario. Mollina, como eje y núcleo que es de esa zona de la planicie antequerana que constituye el más próspero y fecundo centro de producción de vinos malagueños, celebra hoy su propio y reiterado esplendor en los anales de la vinicultura andaluza. Ese triunfo de los mollinatos, viñeros ejemplares, es también el triunfo colectivo de un largo proceso de trabajos, ambiciones, eficacias, responsabilidades.

Mientras redactaba estas líneas fui enterándome de muchas cosas que ignoraba. Me enteré, por ejemplo, y no sin sorpresa, que más del 80% de la producción acogida a la Denominación de Origen de “Málaga” proviene de Mollina, y que más de la mitad de la extensión total de viñedos de la comarca pertenece a esta jurisdicción. Y todo eso conseguido en el increíble plazo de apenas un cuarto de siglo. ¿Cómo es posible –me he venido preguntando– esa espectacular ascensión al podio del vencedor en la difícil y laboriosa prueba de la crianza del vino? ¿Qué estímulo, qué fe, qué esfuerzo, qué tesón, logró llegar a tanto en tan poco tiempo?

Me tienta imaginar que, al margen de otras indiscutibles circunstancias económicas, de otros condicionamientos técnicos y laborales, toda esa triunfante hazaña productiva se ha cimentado en una especie de hereditario paradigma popular. Todos somos deudores de nuestra propia historia, todos somos de algún modo lo que fueron quienes nos precedieron en un tiempo y un espacio específico. El presente se nutre del pasado, y lo que significó ese pasado pervive en el fondo de la experiencia colectiva, enseñándonos a vivir, corrigiéndonos y afirmándonos en nosotros mismos. Por eso la Mollina actual también puede ser considerada una resultante de la Mollina de antaño. El fruto de hoy, como suele decirse, es una consecuencia de la siembra de ayer. Me refiero a la propia genealogía de Mollina, esa entidad de población surgida –déjenme recordarlo– del reparto de unas mil fanegas de tierra entre vecinos de Antequera. A pesar de la dispersión de las casas que se edificaron en esas pequeñas heredades y a pesar del aparentemente escaso sentido comunitario, la vieja Torre Molina, el viejo Pago de las Olivas, acabó por independizarse municipalmente de Antequera y por convertirse en un núcleo popular cada vez más anclado en la ratificación de sus identidades privadas. He ahí un primer foco cooperativo, una primera piedra del edificio de la solidaridad. Se me ocurre suponer que entre la actual y modélica Cooperativa de la Virgen de la Oliva y la vieja cooperación de una gran mayoría de mollinatos con los movimientos obreros en tiempos de la llamada “Revolución de Loja”, sólo queda esa natural holgura donde los impulsos ideológicos se fusionan con las demandas económicas. Permítaseme también otra evocación emocionante: la heroica resistencia de Mollina frente a los enemigos de la libertad y el holocausto de muchos de sus hijos en los inicios terribles de la guerra civil. Un dato del que también quiero ahora acordarme.

Con estos antecedentes, Mollina disponía de un memorable aprendizaje humano para conquistar feliz y solidariamente todas esas metódicas demarcaciones laborales que van de la viña a la bodega, del lagar a la copa. Y así ha ocurrido, en efecto. Me consta que ese censo magnífico de viñeros y bodegueros mollinatos han aprendido la gran lección que reclama el trato con el vino. Saben de sobra que el vino es un organismo provisto de vida propia, algo así como una criatura voluble y quebradiza que sólo espera el menor descuido para descarriarse. Nadie ignora además que, desde su nacimiento a su madurez, el vino atraviesa por un delicado ciclo de transformaciones orgánicas y recónditas dependencias con la biología. No es cosa de desatenderlo en toda esa laboriosa y fecunda fase formativa. Hay que seguir de cerca sus pasos, encauzarlo y mimarlo, hay que ir vigilando sus inclinaciones, corrigiendo en cada caso sus posibles anomalías o sus malas tendencias. Igual que si se tratara de un alumno difícil. Pero ahí estaban los sabios, incansables, esforzados viñeros de Mollina para ejercer un magisterio ejemplar. No voy a enumerar esos logros, esas conquistas, porque tampoco pretendo –ni mucho menos– mostrarles nada que ya no sepan. Simplemente estoy recordando cosas que todos ustedes conocen a la perfección, pero que para mí, ahora, adquieren el valor de un descubrimiento particularmente llamativo. No encuentro mejor manera de pregonar lo que hoy se festeja en Mollina con tan unánime fervor, con tan merecida acumulación de orgullos.

En realidad, un pregonero es el que anuncia, da pública noticia de algo, avisa de una determinada efemérides. Pero también es el que proclama las alabanzas en torno a un determinado acontecimiento. Y eso es lo único que me corresponde hacer ahora, es decir, alabar, ensalzar el rango de un acontecimiento admirable: el de la gestión de los vinicultores de Mollina dentro de esos crecientes triunfos en la vanguardia productora de los casi míticos vinos malagueños. No estoy haciendo, pues, otra cosa que hablar ante ustedes de lo que ustedes conocen mejor que nadie. Pero aún me queda proponer una reflexión emocionada, tal vez la única reflexión que un viajero de paso como yo, un testigo ocasional –aunque, eso sí, rendido ante los encantos naturales y los triunfos vinícolas de Mollina– puede buenamente pregonar.

Algunos estudiosos defienden que la voz “vino” deriva del latín “vinum”, fuerza, vigor. Incluso admitiendo que la etimología de la palabra sea discutible, lo del vigor es muy cierto. Los grandes viñeros de esta tierra lo han demostrado con creces, no sé si adquiriendo vigor a través del vino o, al revés, traspasándole su personal vigor a la empresa benemérita de plantar las vides, recolectar la uva, obtener los mostos, vinificarlos y cuidarlos, toda esa labor colectiva, todo ese tesón cooperativo que ha llevado a Mollina a la cumbre vitivinícola de estas latitudes andaluzas. Quizá por eso piense que el vino, tal como se han desarrollado aquí sus ciclos de producción, pueda ser considerado como una metáfora del sentido democrático de la vida. En cierto modo, el vino nos iguala y unifica, nos hace compartir un mismo esfuerzo y un mismo deleite. El experto, el enólogo, el catador, el que trabaja en las viñas, en los lagares, en las bodegas, toda esa gran familia capaz de promover junta la victoria social y material del vino, tiene algo de alegoría de la democracia. Porque ¿qué modelo más acabado de soberanía popular que esa diversa pero unitaria aspiración a solventar los desafíos de la naturaleza? Y esos desafíos se llaman aquí dos millones y medio de litros de vino.

El “Málaga”, que ha merecido desde tiempos muy remotos toda clase de elogios, honores y ditirambos, se acrecienta hoy con ese nuevo y maravilloso caudal que Mollina le ofrece al mundo. Creo además que este ya para mí inolvidable enclave malagueño, situado en una auténtica encrucijada de caminos andaluces, está llamado a ser también una encrucijada fundamental de caminos vitivinícolas. Ya lo es en muy importante medida, gracias a tantos mollinatos de pura cepa, nunca mejor dicho. Eso es lo que verdaderamente hay que conmemorar ahora, y punto. De modo que voy a terminar, y lo haré con una cita de la Biblia, ese libro inconmensurable que también contiene –como no podía ser menos– un copioso y bellísimo archivo de referencias en torno a la vida y milagros del vino. Dice el Deuteronomio: “Honrado sea aquél que, después de haber cuidado con provecho su viña, regresa al calor de los suyos y bebo con ellos el vino de la paz y la concordia”. Es con ese vino con el que yo quiero brindar ahora por la prosperidad –y la paz y concordia– de Mollina. Que así sea.





Las imágenes que acompañan este texto son una imagen de José Manuel Caballero Bonald, el cartel de ese año, el azulejo que se instaló en la fachada de la Cooperativa Virgen de la Oliva y la portada del libro Mollina, color de vino.











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