XXIII PREGÓN DE LA VENDIMIA. LORENZO SILVA. 2009










                Seguimos en buena racha en cuanto a pregoneros. El de 2009 también de calidad. Porque el pregonero, bien elegido, no defraudó con su pregón.

                Aún no había ganado el premio Planeta –que sí lo haría poco después- cuando Lorenzo Silva, Madrid, 1966, vino a Mollina a pregonar la Vendimia. Sí que había ganado el premio Nadal y finalista del mismo otro año. Precisamente esta novela finalista, La flaqueza del bolchevique, fue llevada al cine.

                Para ese año el autor del cartel fue Paco Díaz. Antequerano, se había estado informando tiempo antes sobre los distintos colores del vino. Después de este cartel de Mollina hizo una serie de trabajos, dentro de su estilo abstracto, reflejando en sus cuadros la variedad de vinos de nuestra tierra. Después de exponerla en Antequera recorrió diversos lugares de Andalucía donde se pregonaron nuestros vinos, no con palabras, sino con colores.



Éste es el pregón de Lorenzo Silva:



Quien viene esta noche a daros un pregón, al calor de vuestra generosidad, es sólo hasta cierto punto un forastero. Cierto es que nació en Madrid, que ahora vive en Barcelona y pasa muchos de sus días en el camino, por la piel de toro y más allá. Pero en su nombre, su apellido y su sangre está, quieta y profunda, la huella de sus antepasados, que se afanaron y vivieron muy cerca de aquí, en la vecina Axarquía. Uno nunca sabe si debe mencionar estas cosas, porque a veces las proximidades son fermento de aversiones más que de afectos, pero lo que tengo de malagueño me permite aventurar que puedo declararme axarqueño oriundo sin gran riesgo ante los ciudadanos de Mollina, porque la gente de estos pagos de Málaga tiene la cordialidad por divisa y pierde pocas de sus horas en fomentar querellas. Por si acaso, diré que procedo de Colmenar, la parte más cercana de la vecina comarca. Es por eso por lo que, estando aquí, me permito sentir que vuelvo a la tierra de mis mayores.

Pero, además, no es la primera vez que vengo a Mollina. Hace un año tuve la ocasión de pasar aquí una semana, con los jóvenes aprendices de escritores del Ceulaj. Unos días plenos de emociones e ilusiones, al ver crecer y madurar bajo el sol de estas tierras, al mismo tiempo que lo hacían las uvas del vino de ese año, las mentes que nos contarán el futuro. Unos días que, además, fueron para mí de reflexión honda y provechosa, porque por aquel entonces me encontraba imprimiendo algunos cambios rotundos a mi propia existencia. Cambios que decidí aquí, y que a la postre resultaron felices. Tengo, pues, una deuda de gratitud con este lugar, que vengo a saldar lo mejor que sé y con lo único que tengo, estas pobres palabras con que, desde niño y hasta que me muera, cuento lo que veo y me cuento a mí mismo, y que, al final, también han acabado siendo lo que soy.

Asienta Mollina su fiesta sobre la vendimia de la uva, antesala del nacimiento del vino. Con ello celebra su propia suerte, porque lo es vivir de tan noble y benéfica industria, pero también escoge como motivo uno de los más sólidos que existen para la celebración de nuestra humana condición. El hombre, que muy bien podría no haber descubierto esos licores destilados que ofuscan la mente y corroen el hígado, no podía no descubrir el vino. Porque esos licores hay que empeñarse en hacerlos, con ayuda de fuegos y alambiques, mientras que el vino tan sólo hay que dejar que se haga, esperando a que sus azúcares se transformen por sí solos. El vino es la potencia natural de la uva, y el hombre quien, si hemos de creer el relato bíblico, debe tomarlo y disfrutarlo como todas las demás cosas de la creación.

Pero el vino no sólo es digno de celebrarse como los demás dones que la naturaleza o la divinidad, según cada uno crea, nos ha otorgado. También a lo largo de siglos de historia el hombre ha construido en torno a él una cultura rica, compleja y fecunda, dándole al zumo de la uva, tanto en su elaboración material como en su valor simbólico, una gama de matices que tienen poco parangón en cualquier otra actividad humana. Si por un lado viticultores, bodegueros, enólogos y demás gentes del vino, han perfeccionado lo que vertemos en nuestra copa, por otro, filósofos, poetas y contadores de historias han construido un universo de significaciones en torno a lo que el vino y su goce representan. Los griegos le dedicaron un dios, y no está de más anotar que buena parte de lo mejor que somos los que vivimos en Occidente, y en particular de la sabiduría de que podemos presumir, está en lo que tenemos de griegos. Los romanos aceptaron ese dios limitándose a renombrarlo, y tampoco está de más recordar que buena parte de lo poco o mucho que tenemos de solventes y civilizados quienes vivimos cerca del Mare Nostrum está en lo que tenemos de romanos. También fue un romano, Plinio el Viejo, quien dejó escrito, para aviso de caminantes y sedentarios, de ebrios y de sobrios, aquello de in vino veritas. En el vino está la verdad. Afirmación que desde siempre se ha considerado, con razón, como una ponderación del vino, porque probablemente ninguna tarea incumbe a una persona por encima de la búsqueda de la verdad, sobre sí mismo y sobre el resto. Pero que, como razonaría muchos siglos después de Plinio el Viejo un gran filósofo de las tierras del norte (sí, de esas donde se cultiva la afición a los aguardientes y demás bebidas demoníacas), puede ser leída de un modo distinto, e incluso al revés. Dice este filósofo, que atendía al para nosotros casi impronunciable nombre de Søren Kierkegaard, que en la frase del romano tanto podía entenderse que había una defensa del vino, por traer consigo la verdad, como una defensa de la verdad, en tanto que era a lomos del noble vino como acudía a la lengua de los hombres.

El vino es ebriedad y también es lucidez. Y ambas son necesarias para percatarse de lo que uno es y de lo que le rodea. El vino es escuela de exceso, pero también de contención. Y de ambas cosas precisa quien quiera creer, recordar y en su caso confesar, como hiciera Neruda, que ha vivido. El vino es puerta por la que salimos a traspasar nuestros límites, y hay quienes no desean esa aventura, pero otros, y muy en especial quienes nos dedicamos a la creación artística, no sabríamos entender la vida sin ella. Hay quien tiene en la sangre la cautela y la reserva, y quien tiene, en cambio, el afán de la exploración y la búsqueda. Es algo parecido a la diferencia entre quienes viven en los llanos y quienes viven entre montañas. Ya he dicho de dónde vengo, y todos conocéis los montes que rodean el pueblo de mis antepasados; los que forman el grueso de estas tierras malagueñas que también son las vuestras. Los que tenemos una montaña grabada en la sangre, no podemos evitar subirnos, o intentarlo, a todas las alturas que nos vamos tropezando en el camino de la vida. Y al pisar las cimas, las torres o las azoteas, lo que experimentamos es siempre una mezcla de embriaguez y claridad. Porque desde arriba se ve lo que no se ve desde abajo, y porque el esfuerzo recompensado reconforta el alma y el cuerpo con un hormigueo semejante al que produce el vino. También éste nos eleva a alturas desde las que ensanchamos el horizonte, sin las que la vida, pese a lo elogiables que en otro sentido puedan ser la prudencia y la morigeración, no merecería la pena.

Permítanme representar lo que sería un mundo sin nadie que osara cruzar los límites, en el que sólo hubiera circunspectos y precavidos, recordando aquí los versos de un ilustre poeta de la ebriedad, el norteamericano Charles Bukowski:



Y si el cielo se estremeciera como una bailarina

 oriental

y las bombas atómicas empezaran a

 gritar,

 alguna gente sería joven y nada

más

y alguna gente sería vieja y nada

 más,

 y el resto sería lo mismo.

 Los pocos que son diferentes

 caen eliminados rápidamente

por la policía, por sus madres, sus

 hermanos, otros; por

sí mismos.

 Y sólo queda lo que ves.

 Es duro.



Pero tampoco debe pensarse que el vino es sólo acicate para la pérdida del control de uno mismo, como tiende a presentarse en tantas ocasiones. No caeré yo en el exceso de cierto personaje público bien conocido, y por tanto no esperen que me oponga a las campañas de Tráfico y discuta que tomar el volante con media botella de tinto en el estómago sea un problema. La estadística demuestra suficientemente que cuando el alcohol sube al coche es un combustible que alimenta la catástrofe, y además puede caerles una multa, y además a partir de cierto límite es delito y ya me cuidaré mucho de alentar a tal cosa a nadie. Pero si uno está sentado a una buena mesa, en buena compañía y con tiempo por delante, el vino bien puede contribuir a alcanzar una conciencia privilegiada y un singular dominio de uno mismo. También lo sostiene así el danés Kierkegaard que, dicho sea de paso, a ojos de sus contemporáneos y de la posteridad siempre pasó por tipo sesudo y recapacitador, y que llegó a escribir: En el caso de un temperamento reflexivo, un exceso de vino puede manifestarse no en una particular impetuosidad sino, por el contrario, en una notoria y despejada posesión de uno mismo.

En la misma idea abunda otro poeta, el premio Nobel Derek Walcott, que recurre al vino, como no podía ser menos, para invitarnos a la otra forma de autoconocimiento, no a la que alcanzamos en compañía de otros, sino a la que nos toca, antes o después, enfrentar en soledad. Contraviniendo el viejo consejo según el cual no conviene beber a solas, dice Walcott:



Vendrá un tiempo

en que, con gran júbilo,

 nos saludaremos a nosotros mismos

ante nuestra propia puerta, frente a nuestro propio espejo,

 y con una sonrisa ambos agradeceremos la sonrisa del otro

y diremos, siéntate. Come.

Volverás a amar al extraño que fue tu yo.

 Ofrécele vino. Obséquiale con pan. Devuélvele tu corazón.

 A ese otro yo, al extraño que te ha amado

 toda la vida, al cual ignoraste por otro,

 al que te conoce desde el fondo de tu alma.

 Coge las cartas de amor que guardas en la estantería,

 las fotografías, las notas desesperadas,

 arranca tu propia imagen del espejo.

Siéntate, festeja tu vida.



Y festéjala con un vaso de vino; con qué si no. Es pues el vino a la vez aliado para romper las barreras y para conocer y conocernos a nosotros mismos, pero también sirve para algo más. Cómo entender la pasión, cómo enfrentar sus arrebatos y descalabros, sin la ayuda de ese compañero fiel y generoso. Estando en Andalucía y en la cuna de un insigne vino andaluz, no se me ocurre mejor manera de ilustrarlo que acudir a las palabras de un poeta que nació no lejos de aquí, en la vecina Puente Genil, y que así cantó al vino de esta tierra, hecho de luz y de calidez, como el alma de sus gentes. Dice Ricardo Molina:



Loca sabiduría del corazón, ensueño

único de onda inmensa, voz profunda

de la armoniosa tierra mía, claro

 vino andaluz.

 Los más hermosos labios, tus jardines

 cambiantes de oro y música, tu ardiente

ruiseñor diluido en mudos cielos

 orientales

bebieron, y los ojos su mirada

 misteriosamente abandonaron

 a tu ola feliz de paz, de olvido

inalterable,

y los amantes su deseo oculto

latir sintieron en tus bellos labios

 y sorbo a sorbo en ellos apuraron

su paraíso.



Cuánto, sí, ha ayudado el vino a los amantes. A algunos les ha redoblado el éxtasis, a otros les ha permitido alcanzarlo, extendiendo sobre la amada o el amado el piadoso velo que encubre sus imperfecciones y que tan necesario resulta, a menudo, para que surja el embeleso del enamoramiento. Y a todos, a la postre, les ha procurado alivio y les ha ayudado a aceptar lo que es consustancial a la vida, que las ilusiones sólo se realizan a medias y algunas quedan directamente por el camino. Los dioses no tienen esa clase de problemas, viven todo el tiempo en lo completo y lo perfecto. Los mortales, que hemos de hacer frente a los inconvenientes de nuestra condición, tenemos el vino para, al menos por un instante, gozar de la indiferencia y la arrogancia que son intransferible atributo de la divinidad.

Por todo cuanto queda dicho, y algunas cosas más, os confieso mi envidia y admiración por vuestra vida apegada y unida al cuidado y a la creación del vino. Sé que ha llovido desde los viejos tiempos en que esto era empresa artesanal, y que ahora, como cualquiera, lidiáis con las ventajas y también con las zozobras de la tecnología y el mercado, en el que tenéis que colocar vuestro producto. Y sé que lo lográis, con no poco esfuerzo y arduo éxito, aunque la ahora encarnizada persecución de la ebriedad al volante y la dichosa crisis que a todos nos agobia, y a ratos nos aturde, os habrán deslucido un poco los números. Pero, con todo y con eso, y por mucho que hayáis tenido que incorporaros a la carrera de la que al final ninguno se puede sustraer, seguís estando con los pies en la tierra, la tocáis, la oléis, y veis amanecer y atardecer sobre ella. No sé si sois conscientes del privilegio que tenéis, en este mundo en el que tanta gente, recluida en su celda urbana interconectada, ha dejado de estar en contacto con las cosas para relacionarse sólo con representaciones virtuales de ellas. Permitidle a este escritor de ciudad que hoy os visita, y que, aunque se resiste participa también de ese alejamiento, que aproveche y celebre la oportunidad de respirar la dulzura y la verdad tangible de vuestro aire, que pasa a las uvas que cultiváis y al vino que de ellas, con mimo, sacáis.

Existe toda una leyenda en torno a la complicidad entre la literatura y el alcohol. Principalmente se alimenta de la vida y memoria de una serie de personajes, por lo común anglosajones, adictos a las bebidas de alta graduación. Casi todos ellos acabaron pagando con la vida, el juicio o ambas cosas su relación con ellas. Desde Poe, de quien este año se cumplen los doscientos de su nacimiento, y que rindió el aliento no muchos después sobre el pavimento de las calles de Baltimore, en pleno delirium tremens, hasta dipsómanos militantes como William Faulkner, de quien uno de sus traductores españoles refería que cuando le pedía que le aclarase algún pasaje poco claro de su prosa, se limitaba a recomendarle que lo tradujera con cinco whiskys encima, que era como él lo había escrito. Y podrían mencionarse muchos más, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o Raymond Chandler; todos ellos, grandes escritores en mayor o menor medida y para distintos gustos, terminaron sus días de forma más bien lamentable, y cabe albergar la fundada sospecha de que su afición al frasco tuvo no poca responsabilidad en ello.

Afirmaban estos escritores, y se tragan los crédulos, que la ingesta de licor potenciaba sus capacidades creativas. Pero créanme, y por si les sirve mi experiencia: cuando uno se bebe cinco whiskys, no está para escribir gran cosa, salvo que haya caído en la enfermedad del alcoholismo y necesite elevar el nivel etílico en sangre para que le dejen de temblar las manos. Y si uno examina la obra de estos escritores, no es precisamente lo que escribieron en el apogeo de su empapuzamiento alcohólico lo mejor de su obra. Pero con esto no estoy diciendo que hicieran mal al beber alcohol para escribir, sino simplemente que escogieron mal la bebida. Porque si en lugar de esos destilados hubieran tomado un vasito de vino, les habría ido mucho mejor. Hay una diferencia sustancial entre quienes se dan al agua de fuego y quienes gustan del hijo de la uva. Lo que en los primeros trae amontonamiento y al final triste y oscura disgregación, en los otros produce sutileza, matices, serenidad e ironía.

Y eso no está reñido con la entrega, incluso con la gratitud rendida y desaforada al compañero que les calienta la sangre y les aguza la mente. Quizá pocos la hayan sabido expresar como nuestro Francisco de Quevedo, que en todos sus versos hace gala de la discreción y finura que distingue a quien busca en el vino aguijón para sus palabras, pero especialmente en los que le dedica al vino mismo, y en los que confiesa, sin ir más lejos, cómo poco o nada le importa que le viniera mezclado con las impurezas que eran comunes en las tabernas de su época:



Tudescos moscos de los sorbos finos,

caspa de las azumbres más sabrosas,

 que por el fuego tiene mariposas,

queréis que el mosto tenga marivinos;



 aves luquetes, átomos mezquinos,

 motas borrachas, pájaras vinosas,

pelusas de los vinos invidiosas,

abejas de la miel de los tocinos;



liendres de la vendimia, yo os admito

en mi gaznate, pues tenéis por soga

el nieto de la vid, licor bendito.



Tomá en el trago hacia mi nuez la boga;

 que, bebiéndoos a todos, me desquito

del vino que bebistes y os ahoga.



Bella manera de expresar que el vino nunca puede ser sucio, que ennoblece y purifica lo que empapa, y que lo que en él se impregna no puede producir ascos. Tragaba don Francisco los mosquitos de su vaso, sabedor de que con el vino que llevaban dentro no eran fuente de daño, sino de beneficio. Déjenme dudar que hubiera podido escribir estos versos alguno de esos bebedores de ginebra o de whisky, aunque fuera de malta.

Y me toca terminar, que mal pregonero es el que abusa de la paciencia del auditorio y retrasa indebidamente la fiesta. Acabo como empecé, declarando mi felicidad y mi gratitud por ser acogido, como el hijo pródigo, en esta tierra de la que un día los míos partieron, pero que nunca se fue de sus entretelas; invitando a todos los que me escucháis a disfrutar del festejo merecido, pues lo precedió la labor; y deseando que el vino que de vuestro trabajo de este año nazca llegue a muchas mesas, se mezcle con muchas sangres y alegre muchos corazones. Que buena falta nos hace, en estos tiempos de agoreros y desconsuelos. Es lo que Mollina puede darle al mundo, y a fe que el mundo, si algo tiene de bien nacido, se lo ha de agradecer. Por todo ello, que viva Mollina, que viva su gente y que empiece la fiesta.





Las imágenes que acompañan a este texto son, primero,  una fotografía del pregonero tomada de su página de Wikipedia, luego el cartel de ese año y, por último, el azulejo con sus palabras colocado en la Plaza de la Verdura.






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