XXXI PREGÓN DE LA VENDIMIA. ÁNGEL IDÍGORAS. 2017
Mientras el común de los mortales
abandona el interior cuando llega el estío, buscando la playa, Ángel Idígoras,
Málaga, 1962, hacía justo lo contrario. Veraneaba en Mollina.
Después de participar en la
organización Payasos sin fronteras, empezó a publicar en la prensa una viñeta
diaria. Luego, junto con su hermano Francisco Javier, Málaga, 1969, formó el
equipo Idígoras y Patxi, publicando en prensa diaria y en la revista El jueves.
Su creación de Pascual, mayordomo real,
o su secuela de Alicia, institutriz de
Letizia, han hecho sonreír a miles de españoles.
Durante la proclamación de su
Pregón, Ángel Idígoras fue realizando un dibujo a partir de la palabra Mollina. Al final apareció una versión
libre de El triunfo de Baco, o Los borrachos, de Velázquez.
A nuestro pregonero le cabe una
gloria más: su aportación al adecentamiento del barrio de Lagunillas, en la
Málaga más degradada, fue profanada por lo que el autor decidió pintarla de
blanco.
El cartel reproducía una obra de
José Luis Puche, Málaga, 1976, hecha ex profeso para nuestra Feria por este
pintor, autor del cartel de la Semana Santa de Málaga 2020.
Éste es el pregón de Ángel
Idígoras:
Yo pasé la infancia en un pueblo de
pescadores. Mi casa estaba tan cerca del mar que, en ocasiones, las olas se
limpiaban la espuma en mi felpudo. Mollina no existía en mi mundo. Al norte de
los montes del pueblo, para
mi mente de
seis años, todo
era un mundo desconocido, por
tanto fantástico, donde
convivían las tribus
vikingas con Don
Quijote, los dragones dibujados
en mis cuentos con Van Gogh y otros
pintores que miraba asombrado en los libros de mi padre. Todos vivían juntos en
el Norte. Mi universo real era el
Rincón de la Victoria, hoy más parecido a Manhattan que al que me sirvió de
escenario en la niñez. Mollina no existía, como tampoco Arizona o Munich,
Mollina me esperaba desde el
Reino de lo fantástico, junto a Toro Sentado, que cabalgaba por la
Sierra de la Camorra, y a Beckenbauer, que era el defensa central titular del
Club Deportivo Mollina. Son las ventajas de lo imaginario. Lo que sí existía
era el vino, y justo al lado de mi habitación. Pared con pared se hallaba la
taberna del “Quitapenas”, donde los marengos acudían a
celebrar una buena
pesca o a consolarse
de una mala
jornada, mientras desde
la playa los
vigilaba el ojo
fenicio de su jábega. El dueño del Quitapenas tenía un
nombre con mucho sentido: Moisés. Al igual que el Moisés bíblico separaba las
aguas del Mar Rojo, el Moisés
rinconero separaba el
vino de la taberna en barriles, según su clase y
procedencia. Yo iba a menudo a jugar con la máquina de petacos cuando me daban un
duro por hacer
algún “mandao”. Me gustaba ver a
Moisés garabateando con tiza
la suma de los
moscateles en la barra,
y a mí me habría
gustado ser tabernero para poder
dibujar piratas en vez de hacer cuentas.
Siguiendo con la Biblia, y con los
pescadores que cambiaban el agua de la faena por el vino del Quitapenas he
de decir que
mi padre, entonces
médico del pueblo,
se ha entretenido
en calcular los invitados a las Bodas de Caná, dato no citado en el
Evangelio de San Juan, en el que leemos que, agotado el vino, María pide
auxilio a su hijo, porque no puede haber un convite sin un buen caldo.
El único dato que conocemos es que había
allí seis tinajas de piedra. Jesús ordenó llenar las tinajas con agua, para
convertirla en vino. En cada tinaja cabían dos cántaros, de manera que
tenemos doce cántaros.
El cántaro tenía
capacidad para cuarenta
litros, por lo
que el Dr. Rodríguez
Cabezas, padre del
pregonero, al multiplicar
doce por cuarenta,
deduce que se llenaron
los recipientes con
480 litros, que
divididos por los
tres cuartos de
litro que suele albergar una
botella, da un
total de 680
botellas. Imaginemos que
cada comensal había consumido dos botellas. Es decir,
dividiendo 680 botellas por dos, obtenemos que el número de invitados a las
Bodas de Caná fue de 340.
Lo que tampoco cuenta el Nuevo Testamento de
San Juan, ni siquiera mi padre, es que el vino más aclamado
de los que
se sirvió en
tan famosa boda,
tal como demuestra
un pergamino recientemente
hallado en una remota cueva de Galilea… ¡Era de denominación de origen de
Mollina! Vale, esto último me lo he inventado, pero a ver quién es el guapo que
demuestra lo contrario. Ya decía el poeta Keats que “Lo que la imaginación
percibe como belleza, debe de ser la verdad”.
La
fantasía es libre.
También se ofrece
en la Ópera
de Rossini “La
Cenicienta” –y esto
sí es cierto- un magnífico premio
al que más vino de Málaga fuera capaz de beber, lo cual explica el misterio sobre
por qué el
príncipe del cuento
es incapaz de
reconocer a su
amada y ha de
recurrir al truco de ir probando el zapatito
de cristal de muchacha en muchacha, tal sería la real cogorza de su
Alteza.
Mollina
empezó a existir
en mi mente
alrededor de mis
quince años. Hay
lugares que van siempre asociados a una persona. No
podemos pensar en Alpandeire sin
imaginarnos a Fray Leopoldo,
y en cuanto
se nos nombra
Transilvania nos aparece
el siniestro Conde
Drácula Mollina lo asocié
pronto a mi amigo Fernando, mollinato de
pro, al que el azar quiso situar, durante tres
años, como compañero de
banca en el colegio. Nos compenetrábamos bien, él era un hacha en
Historia y a mí me gustaba la literatura, así que me chivaba en los exámenes la
invasión napoleónica y yo le pasaba a escondidas en un papel las obras de Buero
Vallejo. Los pueblos de tus amigos son como pueblos suplentes de los propios,
por si desaparece, por si un ovni lo
abduce o cae un misil de Kin Jong Un y te quedas sin pueblo. El pueblo de
Fernando era mi pueblo suplente. Me trajo por primera vez en unas vacaciones,
con el saco lleno de todo el tiempo del mundo,
a jugar a los
arqueólogos en no sé qué
paraje del campo mollinato. Me aseguraba que
sólo escarbando un
poco en las
tripas de la tierra, como
hacíamos con las coquinas en la orilla de la playa del
Rincón, aparecerían cuchillos neolíticos y
vasos romanos en tal cantidad
que podríamos haber
colocado la cubertería
para los 340
invitados de las Bodas de Caná. Sin embargo, lo único
valioso que apareció por allí fue María, la hija de unos emigrantes que volvían
al pueblo cada verano desde Cataluña, que llegó conduciendo su bici, con sus
ojazos azules. Fernando
y yo no
nos batimos en
duelo por ella
porque, afortunadamente, no encontramos cuchillos neolíticos con los que
luchar.
Vine algunas otras veces, la última a dar
una charla, enviado por mis amigos de la Asociación de Voluntarios de Oncología
Infantil, sobre niños, magia y risas, al Ceulaj, una especie de ONU
campesina, una torre de Babel donde los
jóvenes hablan todos los idiomas con ese acento que tenéis en
Mollina tan característico, ese
acento que es
la suma de
todos los acentos,
como
sucede en cada
cruce de caminos.
Porque Mollina está
en medio de
todos los caminos, seguramente el que inventó Mollina
la puso ahí donde está por no saber decidirse qué sendero coger de cuantos
salen de aquí. Por eso me dice Fernando que por aquí pasó todo el mundo:
Seguramente Julio César
cuando decidió que
le sobraba un
Pompeyo en el
Imperio, quizá Asdrúbal, para
decirle cuatro palabritas cartaginesas a Escipión, puede que los Reyes
Católicos y, si no atravesó Mollina Phileas Fogg, el protagonista de "La
vuelta al Mundo en 80 días", fue por no entretenerse en la Feria de la
Vendimia y poder llegar a tiempo a Londres y cumplir su reto.
Es habitual que lo fantástico ocurra cuando,
como en Mollina, tan cerca de Granada, Málaga, Sevilla y
Córdoba, se juntan
los caminos. Fue
en una encrucijada,
por el Mississippi,
donde cuenta la leyenda
que Robert Johnson,
hasta entonces un
mediocre guitarrista de
blues de comienzos del siglo
pasado, se encontró al diablo, que le ofreció un pacto: Le convertiría en el
mejor músico de su tiempo a cambio de disponer de su alma. Así sucedió, cuando
el maligno tomó su guitarra
y la afinó,
Robert Johnson se
convirtió en un
virtuoso y hoy
aparece destacado en todos los libros sobre jazz e incluso en algunos
pregones de la vendimia.
Fue en otro cruce que se dividía en muchos
otros en el que, en el aún más disparatado País de las Maravillas, la Alicia
del cuento dialoga con el gato de Chesire y le pregunta por el camino que ha de
tomar. El gato respondió:
-Eso depende en gran parte del sitio al que quieras llegar.
-¡No me importa el sitio...! -dijo Alicia.
-Entonces, tampoco importa mucho el camino que tomes -dijo el Gato.
-Siempre que llegue a alguna parte -añadió Alicia.
-¡Oh! Siempre llegarás a alguna parte, si caminas lo suficiente
-aseguró el gato
Así que desde este
cruce de caminos
en el que
nos encontramos, podemos
llegar a donde deseemos porque,
todos esos caminos
que llevan a
Roma salen de Mollina, del
País de las Maravillas o del Mississippi. José
Bergamín decía que "Málaga limita al Norte con el Océano Glacial Ártico,
al Sur, con el Océano Glacial Antártico, al Oeste con el Mar del Japón y al
Este, otra vez con el Mar del Japón", de manera que desde aquí tenemos al
mundo al alcance de la mano.
Sobre el vino sólo he contado aquella
embriaguez del aire en el interior del Quitapenas de mi infancia, con olor a
moscatel con salitre que inundaba la taberna mientras yo me afanaba en
conseguir en la máquina de petacos una bola extra. Sabréis perdonarme la osadía
de cantar al vino sin ser
entendido, pero con
el vino me
pasa como con
el cosmos, me
gusta mirar las estrellas, fantasear con constelaciones
nuevas mientras uno los astros con líneas imaginarias, inventar cuentos
de extraterrestres… pero,
parafraseando a Wodehouse:
“ Con todo
lo que ignoro sobre
astronomía se podría
llenar una biblioteca”.
Algo parecido me
sucede con el ajedrez:
disfruto jugando, pero
desconozco cómo se
hace la apertura
siciliana y mis movimientos en
el tablero tienen
más de humorista
que de estratega,
así que siempre
me ganan por k.o. Esto mismo me sucede con el vino, nada mejor que una
buena botella cuando sale uno a comer con amigos, pero no sé bien qué decir
cuando toca elegirla. Siempre hay uno de ellos que conoce el año de la cosecha,
que sabe si deja un regusto a tomillo silvestre en la punta de la lengua, si su
aroma recuerda a vainilla del Oeste del Nepal y el nombre de la prima materna
del señor que fabricó el corcho. Tengo para mí que algunos tienen más
imaginación que sensibilidad en las papilas gustativas y pienso en el Cuarto
Milenio de Iker Jiménez, tiendo a sospechar que se están inventando todo.
En cuestiones de vino sigo al verso que
Aleixandre dedicó a un amor: “¿Saber es conocer? No te conozco y supe”. Yo no
conozco pero sé de vinos, que a saber y a sabor sólo una letra los separa, y si
sé es porque tengo lo
esencial para disfrutar de una buena copa, tengo amigos. Cantaba Nicanor Parra: “¿Hay algo,
pregunto yo, / más noble que una botella
/ de vino bien conversado/ entre dos almas gemelas?” Y le añado yo que
alrededor del vino se gemelizan las almas y se difuminan las diferencias en
favor de lo que une, lo cual me recuerda lo que aquel Papa bueno,
Juan XXIII le
dijo al jerarca
de otra religión,
seguramente tras trasegar
alguna copita: “Si sólo nos separan nuestras ideas, bien poca cosa es”.
El poder de vuestras bodegas que he visitado esta mañana vivamente interesado,
razón a la que hay que achacar si me trabo en
la lectura, acerca
tanto a las
personas que, como
dejo escrito mi
padre, que vuelve
a aparecer, citando el verso de Narciso Díaz de Escobar: “Una moza, una
guitarra / y un chato de moscatel / hicieron en media hora / un andaluz de un
inglés”.
A
vosotros que trabajáis
con los pámpanos,
sarmientos y almijares; que
atendéis a vuestras botellas con
el mismo cuidado
que tiene el
que mete en
ellas barcos de
miniatura; que seleccionáis las
uvas con el
mismo cariño que
el de las
madres cuando eligen
las doce más pequeñas del racimo para que su hijo no se atragante en las campanadas de
Nochevieja; que catáis cada nuevo vino que elaboráis con el mismo mimo que
tiene quien atraviesa el desierto y
prueba un sorbo
de su última
cantimplora; a vosotros
os considero hoy un poco
colegas míos. Vosotros y yo, que
tengo la suerte de
poder pagar la hipoteca
intentando dibujar una sonrisa en el
lector que se topa con mi viñeta en el periódico, queremos que el ser humano
sea algo más alegre en este planeta tan neurótico que nos ha tocado. Igual que
no puedes odiar a aquel con quien acabas de reír, tampoco puedes odiar a aquel
que eliges para compartir una botella de vino. La sonrisa es signo de
civilización como lo es el vino. El griego Tucídides cinco siglos antes
de Cristo, lo
explicó: “Las gentes
del Mediterráneo empezaron
a emerger del barbarismo cuando
aprendieron a cultivar
el olivo y
la vid”. El
sentido del humor
es lo contrario al
barbarismo, así que
no iba yo
muy desencaminado en la comparación.
Fue por estas tierras
por donde el
mítico rey Habidis,
Rey de los
cunetes, hijo y
nieto a la vez de Gárgoris, el primer recolector de
miel de la historia, descubrió que
tras sembrar la tierra, al cabo
del tiempo brotaban
lechugas, cebollas y
berenjenas, como si
bajo sus pies
vivieran enterrados los duendes fabricantes de la magia. El duende más
revoltoso se encargó de la vid.
Y ya que apareció Tucídides, sigamos con los
griegos. En un cruce de caminos no podía faltar la visita de Hércules, que
se dirigía a hacer uno de sus doce trabajos por estos lares. Antes de rematarlo tuvo
la ocurrencia de
quebrar un gran
dique que halló
a su paso
creando el desfiladero de Los
Gaitanes. Para entonces, nuestro héroe ya era aficionado al tinto, y dicen que
para su primer trabajo, matar al león de Nemea, fue el vino el que le dio
fuerza suficiente para estrangularle. Y eso cuando aún no estaban de moda los
nutricionistas, ni había barritas de cereales ni complementos vitamínicos. Aquí
en Mollina fue encontrada el Ara dedicada a Hércules, quién
sabe si fue él el
que trajo aquí
el arte de
los caldos, no
olvidemos que su suegro era el mismísimo Baco, el Dios de
la cooperativa planetaria vinatera.
Me cae simpático Hércules, yo le dibujaba
mucho de niño en los tebeos que hacía para regalar a mis amigos, allá por mis
ocho años, en la época en la que ocurrió un hecho que cambió mi forma de ver
las cosas. Hago de nuevo otro flashback para regresar a mi casa del Rincón, en
la linde con el rebalaje del Mediterráneo. Un buen día llegó al pueblo una
persona que para mí era doblemente enigmático. Para empezar, era chino –días
después supe que en realidad era japonés, pero para un niño de 8 años, no había
mucha diferencia- y era el primer asiático que yo veía en mi vida, que antes
era una cosa de mucha sorpresa encontrar uno. Además, y para mí más insólito
todavía, era pintor. Yo nunca había visto un pintor en persona, ni chino ni de
ninguna otra parte del
mundo, y eso
que los pintores que
conocía por las
láminas eran mis héroes:
Goya, Modigliani, Toulouse-Lautrec… El azar, quiso que
el pintor japonés
se parara justo entre mi casa y
la playa, haciendo esquina con nuestra conocida taberna “El Quitapenas” y
colocara allí su caballete y su lienzo, mirando hacia el mar. Pero había algo
que fallaba en la mente del japonés,
algo que
yo no podía entender. No sé precisar el mes en el que ocurrió
aquello, pero sé
que no era
verano, porque el
Merendero Ortíz –antes
se les llamaba merenderos a los chiringuitos-, ya
había sido desmontado hasta la próxima temporada y lo que quedaba de él era un
esqueleto de hierros y algunas maderas que se quedaron colocadas allí sin orden
ni concierto, como
si el que
las llevaba al
almacén se hubiera
cansado antes de tiempo. Pues bien, el pintor, del que aún
recuerdo su nombre: Kota Taniuchi, tuvo la extraña ocurrencia de ponerse a
pintar justo delante de aquella ruina de merendero. Yo pensaba que el tal
Kota estaba un
poco tonto, porque
aquello tan feo
le estaba tapando
el mar, tan grandioso y tan pintable, que si hubiera
movido el caballete dos metros a la izquierda o dos a la derecha,
podría verlo sin
que nada se
lo tapara, pero resultó
que lo que
quería pintar el japonés era precisamente aquel merendero
tan averiado y descompuesto. Estuvo allí tres días, yo salía del colegio y
volaba por las calles del pueblo para no perderme ninguna pincelada, no me
separé de él ni un minuto. Poco a poco iba ocurriendo un milagro, el merendero
que iba apareciendo en su lienzo cada vez iba siendo más maravilloso y yo acabé
convencido de que era el cuadro más bello de la historia de la pintura
universal. Los pescadores, de vez en cuando salían del
Quitapenas con el vaso en
la mano, se
acercaban, entornaban algo
la mirada y regresaban
a su refugio,
creo que ellos
ya comprendían, sin
saber nada de
pintura, lo que aprendí con aquel personaje misterioso:
que la belleza puede encontrarse en cualquier cosa, hasta en la más
insignificante, que a veces sólo hay que mirar de otra manera, entornando los
ojos… o
achinándolos. Pienso que
los pescadores de
mi pueblo entendían
a Kota Taniuchi, como lo entenderían los
agricultores del vuestro. Todos sabéis por experiencia que el cantor Brassens
tenía razón cuando dijo que “El mejor vino no es necesariamente el más caro,
sino el que más se comparte”, y puede que el vino se parezca a aquel merendero
destartalado que cautivó la mirada
de un artista,
pero compartido tras
la pesca en
el Quitapenas, o
tras el trabajo al sol en el
campo en cualquier bar de vuestro pueblo,
si no alarga la vida, sí que la
ensancha. Un vaso de vino encuentra la belleza en las pequeñas cosas, y no en
el sentido de la frase del gran
Groucho: “Hijo mío,
la felicidad está
hecha de pequeñas
cosas: Un pequeño yate, una pequeña mansión, una
pequeña fortuna…”
Ahora que estoy terminando, y aunque no es
de buena educación pedir que a uno le inviten, os digo: invitadme más veces,
invitadme a beber en vuestras bodegas sin miedo a pasarme por tener que dar un
pregón, invitadme a hacer el cartel de la Feria de la Vendimia, invitadme los
días anteriores, que quiero vivir lo que cuenta en su novela “Vendimiario de Plinio” Francisco García
Pavón refiriéndose a Tomelloso: “En estos pueblos uveros, los días antes de la
vendimia la gente está como el que se va a casar, con no sé qué desazón y
hormiguillo. Miran y remiran al cielo. A lo mejor a media noche se desvelan
creyendo que truena. Y a cada poco van a la viña a ver si las uvas siguen en su
sitio. Los viejos entran y salen a los jaraíces, acarician las prensas y
destrozadoras en espera, y palpan las barrigas de las tinajas como si temiesen
el aborto”.
Invitadme porque este pueblo es un poco mío,
y más después de hoy, como lo fue del poeta Muñoz Rojas, que, aunque no eligió
donde nacer, sí eligió morir en Mollina. Y que cantó a la vid:
“Traiga la vid su gozo y su revuelo
En las campiñas traigan los trigales,
Que
ya son nuestros panes celestiales
Y nuestros vinos son sangre del cielo”.
Cuando
el cambio climático
empuje la marea
hacia el Rincón
y se convierta
en un pueblo sumergido habitado
por boquerones y medusas, invitadme, recordad que
este es mi pueblo suplente.
¡Muchas gracias y feliz vendimia!
Las imágenes que acompañan a esta
publicación corresponden, en primer lugar, al cartel de José Luis Puche; un
retrato del pregonero, tomada de diariosur.es; el azulejo con sus palabras
colocado en la Avenida del Limonar y, por último, la obra profanada por la
intolerancia., tomada de Manu Marlasca, del Diario de Yucatán.
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