XXXIV PREGÓN DE LA VENDIMIA. ANDRÉS NEUMAN. 2022
La pandemia provocada por la
COVID19 impidió la celebración de la Feria de la Vendimia en Mollina durante
dos años. Por fin, superadas las restricciones lógicas a celebraciones festivas
por tan grave causa, en 2022 se retomó de nuevo la Feria y con ella el Pregón.
Para esa ocasión tan especial
Mollina se trajo a uno de los escritores en lengua española más conocido en
nuestros días. Conocido como narrador, como poeta, como bloguero… Andrés
Neuman, granadino nacido en Buenos Aires –o argentino anclado en Granada- nos
ofreció un pregón excelente y con una calidad literaria acorde con la valía del
Pregonero.
El cartel de ese año era obra de
Germán Luque (Mollina, 1995), fotógrafo y artista visual. Ha estudiado
fotografía en Marbella y fotografía especializada en moda en Málaga entre
otros. Ha visto publicado su trabajo tanto en revistas como en libros, y ha
expuesto en varias ciudades de España e Hispanoamérica. Desde su primera
exposición en 2018 recibió diversos premios que le han permitido expandir su trabajo,
como el Premio Ateneo Málaga de fotografía, Concurso de fotografía ¿Dónde está
Nauman? del Museo Picasso Málaga o el último, en el Certamen internacional
Contemporarte de fotografía.
Éste es el pregón de Andrés
Neuman:
Imaginemos una copa llena. O no. Mejor aún: imaginemos una copa sólo a
medias, de colores maduros, servida por el flujo del instante. Sus formas
cóncavas, solidarias con la mano. Su base proyectando una pequeña sombra sobre
la superficie, mientras planea en busca de alguna certeza donde aterrizar.
Imaginemos la transparencia de esa copa, matizada por nuestras propias huellas.
Su tallo siempre frágil.
Beber vino podría ser eso: una manera de catar el tiempo. De ritualizar
lo que jamás abunda. De recordar a qué sabe estar vivos.
Pienso en el discreto prodigio de una botella de vino. En la aventura
comprimida que atesora, como esos barcos en miniatura que terminan
inexplicablemente desplegados en su interior. Cada botella nos trae un mensaje
de los mares de la viña. Sólo que ese mensaje es el opuesto a la soledad, como
si se tratara de un naufragio al revés: lo que cuenta es la historia de un
encuentro ancestral y un esfuerzo colectivo.
Mollina ha conocido admirables movimientos asociativos que lograron
convertir a un pueblo de olivos en un oasis de vides. Eso quiere decir que el
carácter de un lugar tiene menos que ver con el destino que con la voluntad;
más con la cooperación y los callos en las manos que con la mitología. O quizá,
para ser más precisos, Mollina ha sido capaz de cultivar su propio mito. No
partió de un origen esencial, como las tierras de mohín aristocrático: lo ha
ido cosechando con el sudor afrutado de sus trabajadores.
Recoger los frutos de nuestra espera constituye una actividad tan
reveladora como mirarse al espejo. Existen tantas clases de vendimia como
maneras de ser, sentir o trabajar. La vendimia manual, por ejemplo, nos habla
de una paciente convicción: la de que nuestra mano es la más selectiva lectora
de la realidad. La vendimia nocturna, en cambio, persigue el aire fresco del
insomnio, cuando no queremos perder el aroma de nuestras obsesiones. A veces
ese aroma nos trae alguna fruta prohibida; otras veces nos confirma la acidez
de desvelarnos. De algún modo, la
vendimia tardía es la de la madurez, cuando demorar el clímax se convierte en
un modo otoñal de aumentar la dulzura. Bien lo sabe la uva doradilla, que
sobrevive en la belleza de su propia escasez. En cuanto a la vendimia extrema,
depende del paisaje montañoso y los picos del ánimo, que pueden ser más pronunciados
que cualquier orografía.
Mollina tiene algo de libro en tres dimensiones (o incluso cuatro
dimensiones, si aceptamos que los mejores efectos del vino desafían la física
tradicional). Por eso se instaló en sus calles una preciosa colección de paneles
de cerámica con pasajes de los pregones que han cantado y catado, cada mes de
septiembre, las virtudes de esta tierra. Si leyendo podemos viajar a todas
partes, en Mollina se puede caminar la lectura. Tenemos por tanto un pueblo
sembrado de pasajes; unos pasajes llenos de literatura; y una literatura que le
ha cantado a un pueblo que vendimia su cultura.
Pero estos festejos nos han dejado también una especie de pinacoteca
anual. Como en una sala de aire, miro uno por uno los carteles que han
anunciado estas noches. Cada uno nos lleva a un paladar y una época distinta.
Iconografías romanas. Geometrías pop. Noches bizantinas. Sueños naíf. Garabatos
de infancia. Ingravideces un poco a lo Chagall. Surrealismos exactos. Ojo
verticales, con un toque del Greco. Enanismos asombrados. Hiperrealismos
melancólicos. Abstracciones expresivas. Trazos de cómic. Bodegones
fotográficos. Siluetas digitales. Cabe un museo entero en esta feria.
Sin embargo, no hay copa donde quepa nuestra memoria entera. Los
recuerdos nacen destinados a desbordar sus recipientes. Es curioso que, entre
sus legendarias propiedades, al vino se le atribuyan propiedades amnésicas. Se
supone que el vino, como un oloroso y generoso lenitivo, contribuye al olvido
de las penas de quienes se lo llevan a los labios. Pero yo creo que el vino
jamás hace olvidar: lo que hace es recordar con otro aroma, creando —según la
ocasión— una instantánea perspectiva, una alegría súbita, un desorden
tambaleante o cierta inclinación al goce báquico.
Sabemos que existen dos grandes memorias, o bien dos direcciones de la
memoria, que siempre brindan juntas, aunque a veces se crean distanciadas: la
histórica y la familiar. En lo que al vino se refiere, la primera de ellas se
remonta nada menos que hasta el antiguo Egipto, hace ya más de cinco milenios,
cuando se agradecía a las divinidades recogiendo uvas. Ese recuerdo de largo
aliento late en el paladar del vino que probamos. No por casualidad, una copa
tiene algo de pirámide evolucionada.
A mitad de camino entre esos cinco milenios y nuestro fugaz presente,
los infalibles fenicios trajeron las vides a esta tierra cuando aún tenía otro
nombre, otras creencias, otros saberes y sabores. Además de un éxtasis, el vino
era un negocio: lo tuvieron muy claro los fenicios. O podemos remontarnos por
ejemplo hasta la China de la dinastía Tang, donde el memorable poeta Li Po,
taoísta, alquimista y borrachín con causa, cantó los siguientes versos:
Si al cielo no le gustara el vino,
en el cielo no habría una constelación del vino.
Si a la tierra no le gustara el vino,
en la tierra no habría fuentes de vino.
Y si al cielo y a la tierra les gusta,
no hay vergüenza en amarlo.
Dicen que el vino claro es como el santo
y el turbio, como el sabio.
A los santos y sabios les gusta beber,
¿para qué quiero la inmortalidad?
Con tres copas te comunicas con el Tao.
Con una jarra entera ya te fundes con la naturaleza.
Sólo encuentro placeres en el vino
y es inútil que lo proclame sobrio.
La segunda clase de memoria, la personal, se remonta en mi caso al
origen mismo de mi vida. Me gustaría hacerles hoy una pequeña confesión, como
quien susurra intimidades, copa en mano, al oído de alguien con otra copa
cómplice. Mi madre, que se llamaba Delia y era violinista (por eso este
maravilloso cuarteto de cuerdas que nos acompaña me trae recuerdos muy
cercanos), tenía una querencia exagerada por el vino. Vino tinto y espeso y
conversado en horas de madrugada. Con ribetes rubí, como dicen los catadores
mollinatos. En sus últimos años, mi madre se pasaba las noches contándome la
vida que ya no le quedaba. Hablábamos sin sobriedad ni moderación alguna. Y lo
hacíamos frente a una botella de vino, que le iba puliendo los filos y
ablandando sus tensiones invisibles.
¿No era la de mi madre una contradicción maravillosa, como todas las
que nos humanizan? Violinista y bebedora. Artista del milímetro y aficionada al
mareo. Su mano en Bach y su codo empinado.
Mi madre murió joven, así que muy pronto seré más viejo que mi madre.
Mi madre se irá entonces transformando lentamente en mi hija. Y no dejará de
ser la abuela de mi hijo. El tiempo es una forma de ebriedad.
Si tuviéramos que envejecer nuestras experiencias en una barrica,
probablemente elegiríamos una de roble americano, por su capacidad de
resistencia y el gran tamaño de sus poros. Como le sucede al vino con ese
roble, nuestra identidad se va impregnando de la vida que la rodea, cambiando
poco a poco su carácter.
Al comparar nuestras costumbres a lo largo del tiempo, comprendemos que
las tradiciones —igual que las uvas— no se ignoran ni tampoco se obedecen: se
reelaboran sin fin. Tan ingenuo sería imitar a quienes nos precedieron como
fingir un ataque de amnesia. Lo resumió el exquisito poeta japonés Bashō,
contemporáneo de Calderón de la Barca: «No sigas las huellas de los antiguos:
busca lo que buscaron». En este mismo sentido, me gustaría compartir con
ustedes una hermosa leyenda jasídica que, brevísimamente resumida, cuenta lo
siguiente.
Érase una vez un rabino que, cuando surgía alguna necesidad en su
pueblo, se adentraba en el bosque, encendía un fuego, recitaba cierta plegaria
y provocaba un milagro. Mucho después, un discípulo de aquel rabino se adentró
en el bosque y exclamó: «No sé encender un fuego, pero aún soy capaz de decir
la oración, y eso debería bastar». Y el milagro volvió a ocurrir. Mucho
después, otro rabino se dirigió al bosque e imploró: «No sé encender un fuego,
ni siquiera conozco la plegaria, pero he caminado hasta el lugar propicio, y
eso debería bastar». Y el milagro ocurrió de nuevo. Muchísimo después, sentado
frente a su pantalla, el enésimo discípulo pronunció en voz alta: «Soy incapaz
de encender un fuego, no conozco la plegaria, ni siquiera sé dónde está el
bosque. Pero sé contar esta historia, y eso debería bastar». Y, por supuesto, el
milagro siguió ocurriendo.
Damas y caballeros, amigas y amigos, feriantes anuales, compañeras
traductoras, autoridades con y sin cargo (pues cada persona gobierna su propio
brindis), gente toda de Mollina, la nacida y la llegada aquí, mollinatos y no
natos en este fértil pueblo: que esta historia de vendimia no se olvide jamás,
para que su milagro siga ocurriendo por los versos de los versos. Porque el
verdadero ritual es este: estar aquí. Contarlo. Compartir esta copa y alzarla.
Imaginemos una copa llena. O no. Mejor aún: imaginemos una copa sólo a
medias, de colores maduros, servida por el flujo del instante. Imaginemos las
estrellas en su punto, esperando la vendimia. La luna colgada de un ángulo del
cielo, como un farol de feria. Y volvamos un momento a los brindis de nuestro
bardo chino, Li Po, que acaba de subir una montaña y brinda bajo un cielo
inmenso y silencioso:
Hago noche en el templo de la cima.
Si alzo la mano, alcanzo las estrellas.
Pero no me atrevo a alzar la voz
para no molestar a las gentes del cielo.
No molestar a las gentes del cielo me parece un excelente propósito en noches como esta. A las gentes del cielo no hace falta hablarles: basta con escucharlas. Bebámonos, entonces, un sorbo de silencio. Escuchemos su música callada. Su dulzura escalando la sierra de la Camorra. Ese sorbo está justo frente a nuestros ojos. Está ahora. Es ahora. Y ya sabemos que ahora es un adverbio de brote rápido, desarrollo pequeño y muy frágil ante el frío, como la uva moscatel de grano menudo.
Tras este par de años sin cosecha festiva, dos largos y duros años de dolores, hoy renacemos casi sin darnos cuenta. Hoy la feria de la vendimia nos reúne de nuevo para recordarnos lo importante: que brindar es el núcleo. Que sin brindis no hay razones por las que brindar después. Porque son celebraciones como esta, esta noche, en Mollina, como vuelven las ganas a los labios.
Hagamos entonces fiesta. Seamos esa fiesta. Cosechemos el asombro sembrado. Brindemos por todo aquello que es fruto del tiempo. Bebamos de la vida, que ya se ha emborrachado de tanto esperarnos.
Muchas gracias por su atenta ebriedad. ¡Y salud siempre para Mollina!
Las fotografías que acompañan esta publicación son el cartel de la Feria de la Vendimia 2022 y un retrato de Andrés Neuman de José Ángel García.
Comentarios
Publicar un comentario